El gran maestro Bushi Matsumura, después de su larga trayectoria, dejó ilustres estudiantes que siguieron su filosofía y enseñanzas, pero uno de ellos destacó especialmente por dos motivos muy diferentes; era muy flaco y pequeño, y tenía un enorme sentido del orden y de la justicia. Decía que “el orden es la primera ley de Dios”. Se llamaba Kyan Chotoku.
Nació en Shuri, Okinawa y comenzó las artes marciales a la edad de ocho años. Ya desde niño, la disciplina era lo que más le llamaba la atención y esta característica la mantuvo el resto de su vida. Alcanzó una preocupación tan notable en estas virtudes que estaba muy lejos de la comprensión normal de la mayoría de sus conciudadanos. Aún a pesar de las estrictas y formales reglas tradicionales que caracterizaban a los okinawenses, Kyan mantenía unas normas de vida y de comportamiento imposibles de seguir por sus contemporáneos.
Siempre mantuvo una actitud de gran observación sobre el entorno que le rodeaba. Cuando se sentaba adoptaba una posición desde la que podía escapar de un salto con facilidad, por ello le llamaban “el pájaro”. Tenía una mirada bizca, pero la realidad era mucho peor que eso: le faltaba un ojo. Esta minusvalía se produjo en un desgraciado accidente sucedido en su adolescencia y desde entonces sus maneras sociales quedaron marcadas por este incidente. La leyenda nos ha llegado de boca en boca de esta manera:
Sucedió que, un frío día de invierno estaba sentado con un amigo hablando relajadamente en el salón de la casa. No había ninguna razón para adoptar ninguna actitud defensiva. Como la temperatura era muy baja se calentaban con un hornillo movible. En cierto momento, el amigo cogió el atizador que era muy puntiagudo y se dedicó a atizar las brasas. Sin saberse cómo, el hierro al rojo vivo acabó en el ojo de Kyan por accidente. Perdió el globo ocular. Desde entonces desarrollo una personalidad muy alerta y defensiva en todos sus actos. Cuando, por ejemplo, le servían el té, cogía la taza con el dedo pulgar por delante para evitar que por descuido le derramaran el líquido en la cara.
Imponía a sus estudiantes normas disciplinarias tan estrictas, que hacían honor a las seguidas dentro de cualquier monasterio Zen budista: los alumnos nuevos para ser aceptados en el dojo debían esperar de pie, en la puerta, días, semanas e incluso meses sin moverse del sitio. Los que se aburrían se marchaban y el maestro entonces decía:
“No tienen el espíritu fundamental que requieren las artes marciales – paciencia”.
Durante uno de los primeros días de entrenamiento, sometía al alumno nuevo que había pasado con éxito la prueba anterior a una de las experiencias más duras: de un certero y corto golpe al plexo solar le dejaba con gran dolor en el suelo y dificultad para respirar; a continuación le recuperaba con kuatsu y reanudaba la clases como si nada hubiera pasado. Naturalmente, después de esta segunda prueba más de uno abandonaba. Otro de los entrenamientos consistía en despertar al alumno en medio de la noche, no importando la época del año, e ir a entrenar al aire libre descalzos. Después de hora y media de práctica de kihon (paradas y golpes al aire), cada alumno disponía de un vaso de agua para lavárse procurando que no llegara al suelo ninguna gota. Decía que “la naturaleza no desperdicia nada”. En invierno, este entrenamiento era especialmente duro, porque al caminar sin zapatos ni calcetines los cristales de hielo de la superficie de la capa de nieve cortaban las espinillas, por lo que los alumnos regresaban sangrando como si hubieran estado matando corderos. No era mejor la entrada al dojo, pues al regresar el calor a los pies, el dolor que se produce durante la recuperación es tan fuerte que parece como si te estuvieran metiendo un hierro al rojo vivo desde el talón a la coronilla. Por fin, venía la mejor parte, que consistía en el masaje. Pero no crean ustedes que era un masaje normal no; era do-in. Esta es una forma muy energética de auto masaje que consiste en golpearse con las palmas y los nudillos a lo largo de los meridianos de acupuntura. Estos eran los momentos más reconfortantes del día, pues el desayuno consistía en un cuenco de arroz integral con una ciruela amarga (umeboshi) encima y una taza de té de tres años (bancha). Las comidas consistían en arroz integral con judías rojas, rábanos y algas marinas. El postre, naturalmente, consistía en dulce de judías rojas (azuki), que a los estudiantes les parecía un manjar de dioses.
Cinco horas de entrenamiento y cuatro de estudio teórico en las que estaban incluidas las disertaciones filosóficas acerca de la vida, del ser y de la conciencia. Los conceptos del ying y del yang, lo impregnaban todo: contracción-expansión, positivo-negativo y las leyes de la polaridad. Este sistema de entrenamiento en el que el cuerpo y la mente llegaban a los límites humanos, conseguían que los alumnos entraran en estados de conciencia muy elevados manifestándose posteriormente en cualidades éticas y morales excepcionales. Por estos motivos, sus alumnos, estaban muy lejos de la comprensión de sus contemporáneos. Gracias a la enorme energía física y espiritual que allí se desarrolló, el karate nació con una base sólida en lo referente a encontrar los límites, que todavía perdura en la actualidad. Esta filosofía fue rotunda durante los años de postguerra en Japón, allá por los años sesenta, cuando los que llamamos maestros de segunda generación hicieron su aparición: Nakayama, Kase, Kanasawa y toda una camada de auténticos guerreros.
A los 30 años de edad abandonó Shuri, quizás para alivio de sus alumnos, y se estableció en Katena, donde enseñó en un dojo cerca de Hisabashi.
Era pequeño y delgadísimo, no aparentando ser un artista marcial tan extremo. Fue famoso por sus saltos, de los que hizo maestría, llegando hasta nuestros días katas modificadas por él en las que se incluyen saltos y giros en el aire como las apreciamos actualmente en las katas kanku-sho, o en la meikyu, entre otras.
Entre los maestros okinawenses, Kyan Chotoku fue sin lugar a dudas el maestro de las técnicas de pierna. Su pericia en las patadas dobles en salto no tuvo igual, como en el kata gankaku. Nunca fue considerado un especialista, a pesar de la maestría alcanzada por sus piernas, sin embargo, fue uno de los artistas marciales más completos.
Un día, llegó a sus oídos que sus alumnos discutían acaloradamente unos contra otros. La discusión se centraba en que, unos alumnos que practicaban con maestros diferentes, decían que los puños son mucho más eficaces que las piernas. Sus discípulos estaban muy orgullosos de la habilidad de su maestro y pretendían que Chotoku era el sensei más fuerte de la ciudad, pues era evidente que disponía de las mejores técnicas de pierna. Estas discusiones, por cierto, todavía siguen vigentes en la actualidad.
Kyan acabó con la discusión diciendo:
“Se deben usar ambos para obtener los resultados óptimos”. Hizo una pausa y continuó.
“Si se presta demasiada atención a cualquiera de los miembros, se producirá un importante desequilibrio en la defensa personal. Se puede decir que las manos son como la infantería y las piernas la artillería. Sin la protección de la infantería, las baterías estarán desprotegidas, y sin el soporte de la artillería, la infantería tendrá muchas bajas.”
Kyan practicó con el kata seisan durante dos años, perfeccionándola. Esta kata era la que todos los maestros okinawenses enseñaban desde el primer día a los alumnos nuevos hasta el año1903, época en la que Itosu Yasutsune enseñaba en los colegios públicos. Desde entonces, se comenzó a enseñar en los colegios los katas pinan, (katas básicos de introducción al arte), antes de enseñarse las más complejas. Posteriormente, al japonizarse los nombres okinawenses, a partir del año 1923, se llamaron heian a los katas básicos (en honor al Emperador de Japón que inició la era Heian). A los katas más complicadas se las denominó: superiores.
El entrenamiento intenso y la extrema perfección que casi podíamos clasificar como excesiva a la que se sometió Kyan, dejó en sus alumnos una profunda impresión. Desarrolló una filosofía centrada en el respeto a la ley. Decía que:
“Sólo los indisciplinados pueden fácilmente violar la ley.”
Por aquellos años, el camino principal que iba de la ciudad de Naha a Shuri estaba bajo el control de jóvenes delincuentes. Estos controlaban a todos los viandantes, molestándoles. La policía había registrado numerosos casos criminales de violaciones, asaltos con armas e incluso homicidios, pero no conseguían acabar con el problema. Eran jóvenes muy ágiles en sus acciones y los oficiales muy lentos y con muy poca preparación física.
Los malhechores se hacían fuertes en una colina situada en la mitad del camino entre las dos ciudades y desde ellas demandaban a los viajeros una tasa para pasar. Al cabo de pocos meses, el tráfico entre las dos poblaciones se vio gravemente alterado. Durante las horas de luz sólo los más aventurados se atrevían con el viaje, pero en las horas de la puesta del sol muy pocos corrían el riesgo. Por las noches era una locura pretender recorrer la distancia. Para evitar los asaltos, la gente se reunía en grandes grupos para protegerse de alguna manera y aun así eran asaltados. ¡Pobre del caminante que era cogido por la noche solo! Se dieron incluso casos de raptos muy dolorosos para las familias que acababan con la ruina total de una familia y, en el peor de los casos, con la vida del secuestrado.
El asunto se volvió tan malo que la gente de Shuri hizo un comité y llegaron a la conclusión que solo un maestro de artes marciales podría solucionar el problema. La policía decía que por la noche no podía hacer nada, que el uso de armas de fuego estaba prohibido por las leyes que tenían impuestas los extranjeros imperialistas japoneses y solo con las manos y una porra poco podían hacer contra los delincuentes. Así es que se lavaban las manos.
En este estado de cosas un nombre salió a relucir: el del gran maestro Kyan Chotuku. Sólo él podría solucionar el problema.
Kyan estaba acabando uno de sus entrenamientos cuando una representación del pueblo llegó a su dojo. El alcalde, que encabezaba el grupo, le expuso la situación expresándose con gran nerviosismo: “Sensei, tú eres nuestra última esperanza. Los héré están sin control” (así es como se dice bandido joven en Okinawa). En aquellos tiempos era frecuente recurrir a maestros marciales para resolver situaciones similares.
“¿Por qué no vais buena gente a la policía?”, preguntó Kyan. “Eso es del dominio de ellos”.
“Sensei, ya lo hemos intentado y no pueden hacer nada. Los héré están fuera de la ciudad en una zona donde la policía no puede actuar y tampoco pueden usar las armas de fuego”.
Kyan estaba sorprendido por lo que estaba escuchando, aunque ya había oído algo al respecto. Sintió pena por los campesinos y accedió.
Cada noche, durante una semana, Kyan se paseó con dos gallinas, una debajo de cada brazo, cantando todo lo alto que podía. Lo hizo por el camino cercano a la colina que se suponía que estaba infestada de jóvenes bandidos. No pasó nada.
Una clara noche de luna llena, cuando Kyan caminaba con sus gallinas, cuatro jóvenes saltaron al camino delante de él.
“¡Eh, tú flacucho! ¿De donde vienes y adónde crees que vas?” – gritó uno de ellos muy seguro de sí mismo y tanteando la situación.
“Voy de camino a Shuri. Vengo de Naha con dos gallinas que acabo de comprar. Mi madre está enferma y necesito estas gallinas para hacer caldo”. Cuando acabó de decir esto, Kyan pretendió seguir andando, pero tres de los chicos se interpusieron en su camino.
“¡El dinero o tu vida!”, le exigieron.
Kyan se rió. “Tengo sólo un poco de cambio que me ha sobrado después de la compra de las gallinas y no estoy dispuesto a darle a nadie ese dinero por ningún motivo”.
“No estamos jugando”, gritó el líder que estaba al frente.
“Bien, si quieres mi pobre cambio tan desesperadamente, lo puedes coger”. Kyan les entregó el dinero y comenzó a andar nuevamente.
“Un momento, todavía no hemos acabado contigo. Danos las gallinas”.
Uno de los jóvenes levantó una espada dirigiéndola hacia la cara de Kyan, mientras mostraba un gesto agresivo, como la máscara de un demonio. Otro se colocó por detrás.
Kyan, miró al joven ladrón intensamente y dijo:
“Bueno, parece que dinero y gallinas no son más importantes que la vida de un ser humano. Bien, si quieres las gallinas tan desesperadamente tómalas, ¡aquí!” – Diciendo esto, tiró las gallinas a los dos que tenía delante.
En el mismo momento que tiraba las aves, lanzó simultáneamente los brazos hacia delante en dirección a las cabezas de los infelices. Antes de que las manos llegaran a sus objetivos, una ya estaba armada con un dedo en punta (ippon nukite), y la otra con un nudillo en punta (ippon ken). La primera acabó su recorrido penetrando en el ojo de uno de los delincuentes, y la otra hundiéndose en la garganta del compañero. Kyan, efectivamente, tenía muy buena puntería. Sin parar la acción, atacó con una patada a la entrepierna del que atacaba con la espada armando el pie estirando los dedos (kingeri) y acabó girándose para enfrentarse al que se había colocado a su espalda. Éste, al ver cómo sus colegas estaban fuera de combate, en un parpadeo tomó una profunda bocanada de aire, miró con pánico a aquel hombre y optó por salir corriendo.
Kyan, se volvió hacia los que quedaron maltrechos en el suelo, con muy poco daño – según contó posteriormente, y les dijo con un grave tono amenazador:
“Esta vez sólo ha sido un aviso. La próxima será a muerte. Hoy os he dado una clase de buenas maneras. Habéis estado molestando el orden de la sociedad y habéis provocado mucho daño. La estricta obediencia a la ley y al orden hará que nuestra existencia sea más soportable, la vida ya es de por sí muy dura. No hay razón para hacerla todavía más penosa para los pobres”.
La gente de Shuri, cuando cuentan la historia del camino de Naha, recuerda que Kyan, después del episodio de la noche estrellada, continuó patrullando el camino de la colina durante varias semanas para asegurarse de que ya no había peligro al transitar por allí.
Si alguna vez alguno de vosotros visita el pueblo de Katena y visita el área donde estaba el dojo de Kyan, verá pronto un río que es cruzado por el puente de Hisabashi. Se cuenta que Kyan se entrenaba allí todos los días y que podía saltar, desde una gabarra que estaba anclada debajo del puente, hacia atrás y hacia arriba para acabar con los dos pies apoyados en la barandilla del viaducto. Esto lo hacia mientras practicaba el kata seisan.
También fue famoso por tener una fuerza descomunal en sus brazos. Utilizando la canalización correcta del ki, igual que hacen los maestros del arte del moderno aikido en sus demostraciones, extendía su brazo y solicitaba que se lo flexionaran. Nadie lo consiguió jamás. De sus brazos se colgaron niños, mayores y ancianos durante los festivales de karate que se celebraban con frecuencia por aquellos días. También realizaba un acto imposible de comprender por las leyes de la física: sobre un terreno de tierra dura, podía canalizar su energía hacia la planta de los pies y enterrarlos hasta el tobillo.
Era tan pequeño y delgado que la gente quedaba perpleja cuando le veían en estas actuaciones tan modestas, pero tan grandes por el misterioso secreto que encerraban.
En otra ocasión, de la que hay constancia fotográfica, le pusieron una pila de piedras planas rectangulares, de las que se usaban para hacer aceras. La altura del montón era como un pilar que llegaba hasta su pecho. El maestro se concentró, realizó unos movimientos respiratorios, extendió su mano derecha abierta y la apoyó suavemente sobre la piedra más alta. De repente, ¡todas se partieron en dos!
¿Cuál era su secreto?
Siempre contestaba lo mismo:
“Desarrolla tu tandem (esta es la zona que está a tres centímetros por debajo del ombligo; ahí esta el “hara” que quiere decir océano de energía en la tradición zen). Pon tu atención ahí y realiza todas las acciones del día desde esa zona. Practica tu kata favorito hasta que consigas realizarla desde la cadera. Cuando lo consigas, sentirás que tú mismo eres el kata, entonces habrás alcanzado el secreto.”
La auténtica finalidad de los entrenamientos exhaustivos del maestro Kyan, no pretendían simplemente demostrar su pericia, sino la canalización de la energía: el ki de los orientales. Al cabo de muchos años de práctica, su misterio está al alcance de cualquier persona, pero sólo los persistentes tienen el acceso a esta fuente de energía que tiene el poder de mantenerte activo y lúcido hasta el último suspiro.
El Maestro Kyan Chotuku también creía firmemente que sólo manteniendo las más exquisitas normas sociales de ORDEN y JUSTICIA el ser humano puede desarrollar al máximo su potencial vital, lo cual no es otra cosa que encontrar y vivir contemplando la propia energía: el KI.