Después de la segunda guerra mundial, durante la ocupación de Japón, los vecinos de un cale cualquiera de la ciudad de Okinawa comenzó a oír los gritos de angustia y de dolor de una persona. El sol despuntaba en el horizonte. La gente comenzó a asomarse para cerciorarse del origen de los gritos.

          Se trataba de un nativo okinawense que estaba recibiendo una paliza por parte de siete extranjeros que mostraban evidentes signos de estar borrachos. El hombre estaba en el suelo sangrando.

          “¡Por favor, socorro!”, gritaba el desgraciado lugareño.

          Nadie hizo un movimiento para ayudarle. Japón acababa de perder la guerra y los nativos de Okinawa tenían miedo de las autoridades de ocupación, por eso evitaban cualquier conflicto relacionado con extranjeros. Se limitaban a mirar sin ofrecer ninguna ayuda mientras los borrachos continuaban golpeando al hombre. 

          De repente, alguien salió del coro de gente que miraba impasible y empezó a empujar a los extranjeros con la intención de separarlos del nativo. Después, levantó al hombre, le ayudó a llegar al lado opuesto del círculo que había formado la gente y lo dejó lo más lejos posible de los extranjeros.

          “¡Lleven a este hombre al hospital rápidamente!” Después se giró hacia los agresores.

          Los borrachos, entraron en cólera y comenzaron a atacar al pobre samaritano. Le golpearon y empujaron de un lado para otro, descargando su hostilidad e ira contra el hombre que ellos consideraban un aguafiestas. Los cobardes, hacían lo imposible por tirar a ese sujeto al suelo para poder patearle con más facilidad, pero éste no caía nunca. El pobre hombre comenzó a sangrar por la nariz y un hilo de sangre brotaba e la comisura de los labios. A parte de eso, el buen hombre no sufrió otro daño mayor. Se mostraba extrañamente tranquilo mientras los otros le zarandeaban y le golpeaban el cuerpo.

          “¿Por qué no pelea? Podrían tirar a un roble de la paliza que le están dando. Es evidente que este hombre aguanta todos los golpes, pero parece cómo si un grupo de niños intentaran pegar a un adulto”, se oía murmurar a la gente.

          Uno a uno los borrachos se fueron aburriendo. Comenzaron a darse de que no conseguían nada con este extraño hombre que no lloraba, no gritaba, no se lamentaba, sólo se limitaba a encajar golpes. Ya no era divertido para ellos y era mejor marcharse. Además, el hombre no paraba de sonreír, como diciendo:

          “Bueno, niños, ¿no creéis que ya es hora de dejar de jugar? Ir a casa a dormir”.

          Los siete dejaron de golpearle y poco a poco, uno a uno, dieron un paso atrás. Estaban tan sorprendidos que no podían dejar de mirar a ese hombre tan raro. De repente les entró el pánico, cuando se dieron cuenta de que la multitud, que cada vez era mayor, comenzaba a acercarse cada vez más y más, salieron corriendo como almas en pena.

          El hombre, que actuó como una olla en la que se vierte el odio, y el rencor, se limpió la boca y la nariz de sangre, giró hacia la gente, se inclinó y desapareció igual que llegó… en silencio.

          Entre la multitud, un joven que había visto todo se volvió hacia la persona mayor que iba con él y le dijo:

          “Sensei Funakoshi, creo reconocer a ese hombre. Es un experto en karate. Podría haber acabado con los siete con facilidad y no lo hizo. ¿Por qué? ¿Por qué dejó que le maltrataran así?”

          El Maestro Funakoshi, contestó con solemnidad:

          “Has visto una lección magistral de karate. Él sabía que los siete podían haber matado al pobre hombre que estaban atacando, pues éste no sabía cómo absorber los golpes que le alcanzaban. Él sí sabía de su capacidad para esquivar los golpes más duros, pues es un hombre muy bien entrenado, y así lo hizo. Esquivó y absorbió todos los golpes sin devolver ninguno; con eso ha salvado ocho vidas”.

          “NUNCA MATES AUN SER VIVO. SI TU VIDA CORRE PELIGRO, CORRE. SI NO PUEDES CORRER MÁS, LUCHA CON EL CORAZÓN Y CON TODA TU FUERZA, PERO PROTEGIENDO SIEMPRE LA VIDA DE TU ENEMIGO. EL DESTINO DECIDIRÁ EL RESULTADO”.

                                                           Gustavo A. Reque