Durante la ocupación de Okinawa por el clan de Satsuma, un samurai japonés que había prestado dinero a un pescador de la provincia de Itoman, viajó hasta esa prefectura para recoger sus ganancias. Desde la caída de la forma de vivir feudal y de los sogunatos (gobiernos), los nobles samuráis (antiguos fieros guerreros), no tenían daimios (reyezuelos) que defender por un sueldo, por lo que se dedicaron a otros negocios para sobrevivir. Muchos se transformaron en ronin (samuráis errantes peligrosos) y otros al comercio de préstamos. Este era el caso de Takeda.

          El pobre pescador supo de la llegada del samurai Takeda que venía a cobrar parte del dinero que éste le había prestado con grandes intereses, y como no tenía con qué pagarle, se escondió en los acantilados. Takeda era famoso por su mal temperamento y por la rapidez con la que hacía valer su temible espada.

Cuando entró a la casa de Anko, que así se llamaba pescador, la familia estaba acurrucada esperando lo peor. Como la mujer no pudo darle alguna explicación convincente, el samurai entro en cólera y a patadas rompió varios enseres. Recorrió todas las calles del pueblo, preguntando por Anko. Nadie le dio razón de dónde se encontraba el pobre   pescador. Por fin, ya cayendo el sol, lo encontró escondido en una grieta al borde mismo de los acantilados donde se estrellaban las olas del temible mar del Japón.

Nada más verle, con tanta furia como las rugientes olas que estallaban a sus pies, el samurai sacó la espada y se acercó con pasos decididos con actitud amenazante:

“¿Qué tienes que decirme antes de que te mate?”, dijo con la cara del peor demonio del infierno.

Anko, que templaba como un pez, replicó:

 “Antes de que me mates, quiero humildemente hacerte una petición. Sólo quiero decir la única frase que he aprendido en toda mi vida.”

Takeda, le miró con desprecio y dijo:

“¡Ingrato! Te presté dinero cuando lo necesitaste y te di un año para devolverlo. ¿Así es cómo me lo devuelves? ¡Date prisa que no tengo tiempo!, dilo antes de que te mate.”

“Perdón”, dijo el pescador con quizás el último hilo de voz que le quedaba.        

 “Lo que quiero decir es lo siguiente: Hace poco he empezado a practicar el arte de la mano vacía y el primer precepto que aprendí fue este; si tu mano va por delante, frena tu temperamento; si tu temperamento va por delante, frena tu mano.”

El orgulloso samurai, fiel seguidor del código bushi (reglas del guerrero), se sorprendió de que un analfabeto y simple pescador pudiera tener esa sensibilidad. Dejó caer su katana y la enfundó lentamente. Después, mirándole a los ojos, dijo majestuosamente:

“Bien, tienes razón. Pero, recuerda, volveré dentro de un año, y entonces haz bien en tener el dinero listo.”  Dicho esto, se marchó.

En aquellos tiempos, todos los desplazamientos se hacían a pie por lo que el samurai Takeda tardó un mes en regresar a su casa. Es fácil comprender su gran enfado, pues había empleado dos meses en recorrer la ida y vuelta que separaba su casa de la de su deudor para nada, por lo que su humor le hacía sentirse al límite de la cólera. Un samurai en ese estado anímico era muy peligroso para cualquiera que se cruzara en su camino.

 Era de noche cuando llegó cansado y sin previo aviso a su casa.  Deseaba reencontrarse con su esposa. Una vez atado el caballo en los establos, se dirigió a la puerta de entrada andando como lo hacen siempre los guerreros samuráis: con pasos de gato, pasos que no hacen ruido…

Cuando había alcanzado el porche e iba anunciar su llegada, miró a través de la ventana entreabierta el cuarto de su mujer. La tenue luz de la noche era suficiente para que pudiera distinguir perfectamente unas ropas de hombre que estaban posadas al lado de su mujer. ¡Ella, yacía con un hombre en su propia cama!

Sus ojos se enrojecieron de ira hasta el punto de no ver más que dos bultos durmiendo abrazados y la cólera, como sucediera con Anko hacía un mes, le hizo desenvainar nuevamente la espada. “No solamente había allí un hombre”, pensó, si no que, “¡iba vestido con ropas de samurai!” Esto era un enorme deshonor que se tenía que lavar con sangre y vidas. 

Levantó su katana, se aproximó con sumo cuidado iluminado por el odió, y cuando iba a dar el golpe definitivo que mataría a su mujer y a su amante de un solo tajo, las palabras del pobre pescador llegaron a su mente:

 “Si tu mano va por delante, frena tu temperamento. Si tu temperamento va por delante, frena tu mano.”

Volvió sobre sus pasos y pensó:

“Les voy a dar la oportunidad de ver venir la muerte”.

Entonces dijo con voz recia: 

“¡He vuelto!”

Su mujer se levantó inmediatamente, abrió la puerta y detrás salió su madre para saludarle. Entonces se dio cuenta de que: ¡Su madre llevaba puestas sus ropas! En su rostro quedó plasmada una expresión de pavor y sus ojos se abrieron tanto que casi se salieron de sus cuencas mientras caía de culo con la espada a un lado.  Estaba en esa actitud tan poco noble, cuando con gran esfuerzo pudo balbucear:

¿Por qué llevas puestas mis ropas?, preguntó perplejo el samurai a su madre.

Su esposa contestó con una sonrisa de picardía:

“Se ha puesto tus ropas para asustar a los posibles intrusos. Últimamente ha habido muchos robos en el vecindario y si se asoman por una ventana y ven ropa de samurai, creerán que eres tu y el respeto que impones les hará huir muertos de miedo” El duro y orgulloso samurai, cayó de rodillas y empezó a llorar…

La madre y la esposa creyeron que lloraba de alegría por hacerle consciente de lo importante que él era en esa comunidad. Así de orgullosos eran los samurais. Nunca contó lo que había realmente pasado. 

Pasó un año. El día de la recolecta de dinero llegó y Takeda regresó al pequeño pueblo de pescadores de Itoman.

Anko, le esperaba sonriente en la puerta de su choza. Cuando le vio salió corriendo hacia él y después de una gran reverencia le dijo:

“Este ha sido un buen año. Aquí tienes el dinero prestado y los intereses de dos años. No sé cómo agradecértelo.”

Takeda, se inclinó delante del pobre pescador y ante el asombro de todo el pueblo que esperaba que lo castigara por la tardanza, le dijo:

 “Guarda el dinero. No me debes nada. Yo te debo a ti mi vida.”

Y diciendo esto, los pescadores vieron por primera vez en su vida, a un orgulloso y soberbio samurai, llorar a los pies de un pobre pescador.

Sí. Grandes y misteriosos secretos guardan el corazón de las artes marciales.

Esta, es una de las historias preferidas contadas por el Maestro Funakoshi a sus discípulos mientras paseaban entre los pinos de la ciudad de Naha. Las clases impartidas por el Maestro, no se limitaban solo a las técnicas ni a los duros entrenamientos físicos, si no que, muchas eran las horas que el sensei empleaba en hablar de cultura, de filosofía y en contar historias similares a esta que contenían un gran aprendizaje ético.

“EL KARATE SIN MEDITACIÓN ES COMO UNA FLOR SIN OLOR”.

                                                           Gustavo A Reque