Era un día cualquiera del mes de noviembre en los inicios del siglo XVIII. En el otro lado del planeta, filósofos occidentales, como sir Francis Bacon en Inglaterra o René Descartes en Francia, desarrollaban las bases del pensamiento moderno que desde entonces llamamos “la Era de la Luz”. Inglaterra inauguraba un gobierno parlamentario y el resto de Europa se consumía en peleas coloniales.

Mientras todos estos acontecimientos se desarrollaban allende los mares, un joven se encontraba subido en lo alto de la colina que dominaba el puerto de Fukien, China, y solo se preocupaba en sentir la brisa del viento que le soplaba en la cara y el ruido que la corriente de aire producía en sus oídos. Su pensamiento se hallaba más lejos que la línea del horizonte, soñaba en las islas del archipiélago de Ryukyu, allí por donde, entre la bruma, el sol se pone al atardecer. 

La melancolía que su cara expresaba y la lasitud de su cuerpo, no se correspondían con la fuerza y el aspecto físico que aquel joven poseía.

“Tienes añoranza,” le dijo el viejo que estaba sentado detrás de él, mientras sentía su estado anímico. “No te preocupes, mi querido alumno”, continuo, “pronto estarás en casa”. El joven volvió la cara y miro al anciano asintiendo y con una expresión de sumisión.

Hacía 20 años desde que abandonó su pueblo en Okinawa y había permanecido en China durante todo ese tiempo, para aprender las artes marciales con aquel venerable abuelo que le aceptó como discípulo. Ahora era el guardián transmisor de las técnicas secretas que la familia del anciano maestro atesoró durante siglos.

“Me pregunto si las cosas seguirán igual en mi pueblo cuando regrese”, dijo Yara, que así se llamaba el joven.

“Todos los fenómenos son impermanentes”, según Buda. Lo viejo se va y lo joven se volverá viejo”, sentenció el octogenario con la sabiduría marcada en las arrugas de la cara.

Cuando era un niño de tan solo 12 años de edad, Yara fue llevado por sus padres a China para que se instruyera en el arte de la lucha bajo la disciplina del Maestro Wong. Ser artista marcial estaba muy bien considerado socialmente por aquellos años, sólo los nobles tenían acceso a ellas y por este motivo si un campesino como él lograba el grado de maestro, no sólo era un gran prestigio personal, sino que   toda su familia y el pueblo dónde nació, también gozarían de esa reputación. Así de importante eran por entonces las artes marciales. La dignidad y respeto eran las cualidades morales que la gente más admiraba y sabían del gran esfuerzo y tenacidad que los artistas marciales practicaban.

 Apenas recordaba nada de Chatan, su pueblo natal. No podía imaginarse que con el transcurso de los años acabarían llamándole Yara Chatan, y que su nombre sería más recordado que el de su propio pueblo. 

Como fue llevado a China de niño, encontró muchas dificultades de adaptación lejos de su casa, pues las costumbre en el área de Fuchou, donde vivía, eran muy diferentes a las de Okinawa. Tenía el triple cometido de aprender la difícil lengua nativa, las costumbres locales y el aún más complicado laberinto de las artes marciales. Esto era probablemente lo más difícil, debido a que las formas disciplinarias chinas eran totalmente diferentes a las okinawenses que, en aquel entonces, eran unas islas que estaban sometidas militarmente por China y mantenidas en la ignorancia.

En Okinawa siempre estaba en contacto con el viento, el mar y los tifones que rugían desde el mar de la China. La naturaleza era su absoluta maestra, y la única escuela a la que asistían los niños era el aire libre. Pero todo cambió el día que llegó su tío de la ciudad de Naha y se lo llevó a China que por entonces era el único país donde se podía ir para adquirir cultura y conocimientos prácticos.

Su tío, que era comerciante, convenció a sus padres después de una larga conversación de que su hijo pequeño, que era fuerte como un toro y que tenía un carácter disciplinado, podría llegar a ser un gran artista marcial. Todos estuvieron de acuerdo de que el mejor sitio para aprender era la gran China.

Efectivamente, desde el año 1392, un gran número de familias chinas se asentaron en Okinawa y durante siglos sirvieron en puestos oficiales. La influencia china duró hasta el reinado del Emperador Sho Tai (1848-79) y, fue entonces cuando se produjo el fenómeno a la inversa; los okinawenses viajaban a China en busca de cultura y de estudios avanzados. El dominio del bilingüismo era muy apreciado por esa época y un factor cultural con el que se alcanzaba un alto estatus social y económico.

Al llegar al puerto de Fukien, pronto pasó a ser un deshi (aprendiz) del Maestro Wong Chung-Toh, el cual se encargó de aplicar la disciplina del entrenamiento físico y la filosofía espiritual que tanto necesitaba la fuerza bruta, sin cultivar, de aquel niño. Aprendió las formas de un arte chino denominado Sing.- I, que se basaba en la defensa personal y sistemas de entrenamiento orientados hacía la búsqueda espiritual ChiKung y Taichi. Bajo este tutelaje, acabó siendo un gran artista marcial y un pionero en los conceptos espirituales dentro de las artes marciales que posteriormente inundaron el archipiélago de las islas RyuKyu.

Durante su permanencia en China, Yara empleó la mayor parte de sus energías en el aprendizaje del arte del Bo (palo largo) y de los Sais (utensilio de labriego destinado para escardar la paja). Fue tal el interés que demostró por estos instrumentos que acabo por conseguir, después de largos entrenamientos día tras día y año tras año,  que estos utensilios fueran una extensión de su propio cuerpo. Pero el mayor regalo que trajo de China para Okinawa fue el sentido del equilibrio. El concepto del equilibrio es el punto central del que parte todo conocimiento, no solamente en lo referente al mundo físico, sino al espiritual. La calma de la mente se manifiesta en un cuerpo en calma y viceversa. Yara fue el embajador en Okinawa del concepto de “la fuerza interior”, esencia que aprendió por medio de la práctica intensiva del Chi-kung y del Sing-I. Ambas formas han perdurado hasta la actualidad, empleándose el Chi-Kung especialmente como gimnasia terapéutica de origen chino.

Todas estas formas de entrenamiento lograron por fin, al cabo de los años, que aquel joven de poderosa fuerza bruta consiguiera unir su cuerpo y su mente en perfecto equilibrio, domando el primitivo carácter impulsivo juvenil.

Como tenía aquella fenomenal fuerza física, Yara era atraído especialmente por los entrenamientos que requerían impactos o contacto cuerpo a cuerpo. Todos aquellos que estaban relacionados con la velocidad o la fuerza levantaban en él especial entusiasmo. Gracias a la paciencia de su Maestro, los secretos profundos del balance y la armonía fueron impregnando su ser hasta llegar a ser un Maestro de la quietud. No obstante, su espíritu parecía estar triste y él no comprendía por qué. Faltaba algo. Sentía que había un oculto secreto que le daría la clave de toda comprensión, pero no lograba encontrarlo con la fuerza del pensamiento. No se sentía contento a pesar de haber logrado en el mundo físico lo que otros no podían ni soñar.

Cada día, durante los veinte años de entrenamiento, el maestro encontraba la oportunidad para empujarle suavemente hacia cualquier dirección, haciéndole tambalear. Al principio le era imposible mantenerse firme mientras resistía el empuje. Por fin, al cabo de muchos empellones, acabó por descubrir intuitivamente que la clave del equilibrio no estaba en “resistir”, sino en absorber y acompañar la fuerza externa: añadió, a su ya gran experiencia, el arte de la esquiva, el Tai-sabaki.

“Todas las cosas encuentran su integración por la unidad y el silencio”.

Le repetía su maestro cada vez que perdía el equilibrio. Esta misteriosa frase, que memorizó a la perfección, no conseguía entenderla: ¿integración?… ¿unidad?… ¿silencio?

Un día, de repente, la palabra que había oído repetir a su Maestro insistentemente, “unidad”, entró poderosamente en su mundo consciente como una luz que iluminaba todas las sombras de sus dudas:

 Mientras estaba realizando unos movimientos muy complicados que requerían equilibrio, giros, saltos, potencia y precisión, notaba que nunca lograba sentirse satisfecho, su mente siempre estaba juzgando lo que estaba haciendo y los movimientos eran tan complejos que era imposible controlarlo todo al mismo tiempo. Se sentía frustrado y lleno de ansiedad. Años de entrenamiento y solo había encontrado técnica, forma física y una eficacia sorprendente, y aún así, no encontraba “ese” algo que no sabía lo que era, que se ocultaba en lo más profundo de su ser y no conseguía verlo o sentirlo, pero intuía que era la clave no solo de las artes marciales sino de todo. Llegó a ser consciente de que su cuerpo solo producía ruido y movimiento.  Pero, en un momento preciso, cuando su cuerpo llegó a estar tan agotado que no tenía energía ni para soportar el peso de sus pensamientos, súbitamente sintió como éste se movía por si solo… ¡sin el control de la voluntad! ¡Algo le movía desde adentro sin el control de la mente! ¡Algo respiraba dentro de él que le daba vida sin querer respirar! Su cuerpo se inundó después de una sensación de plenitud, serenidad y armonía, se sentía despierto por primera vez en toda su vida. Nunca antes había experimentado nada parecido. Su mente se había vaciado de juicios y de pensamientos, todo era paz y silencio. Mientras tanto su cuerpo no paraba de moverse vertiginosamente. Todo estaba en equilibrio y sentía en su cabeza un silencio total aún a pesar de estar realizando movimientos que producían un ruido externo tremendo; el silencio partía de su interior. ¿Qué estaba sucediendo?

Había descubierto accidentalmente la unidad del cuerpo con la mente. Lo que estaba buscando se podía lograr sólo si el cuerpo, la acción y la mente se fundían en una misma sensación. El silencio en la acción, la luz en la sombra, la mente en la no-mente. Todo encajaba y se hizo uno. La sensación de vivir plenamente cada momento de los “aquí y ahora”. Sintió por primera vez como la vida le movía a él y no como la mente le llevaba a donde ella quisiera. Dejó de ser esclavo de los pensamientos incontrolados, encontró el Satori.

 El maestro que le estaba observando atentamente, se levantó, le hizo una reverencia muy lenta y silenciosa, y le dijo:

“Ya has llegado, a partir se ahora serás siempre tu mismo. Hasta ahora has vivido en el mundo de la ilusión de las cosas, has estado dormido. Tu mente y tu cuerpo son unidad. Ya has encontrado el silencio. No hay retorno, te podrás alejar de él en el futuro y volver al mundo del ruido inconsciente, pero con un pequeño recuerdo volverás a él cuando lo desees. El silencio habla y el mundo del silencio no se puede olvidar una vez que se ha sentido un solo instante, el Buda dijo:

“Se consciente de una sola respiración y habrás encontrado la iluminación”.

 Las últimas palabras que Yara oyó pronunciar a su maestro fueron estas: “Sólo merece la pena la conciencia del presente en cada acción de la vida, el resto es locura transitoria. Ya puedes volver a Okinawa.”

Yara, tardó dos décadas en descubrir que los conceptos de unidad y equilibrio eran la misma cosa y que el segundo era consecuencia del primero. La complejidad de estas percepciones estaban sólo al alcance de aquellos que durante muchos años y bajo la dirección de un experto Maestro, se entregan en cuerpo y alma con total respeto y rendición. 

Durante toda su vida recordó, y posteriormente enseñó en Okinawa, una misteriosa frase que encierra el misterio de cualquier transformación en la vida:

“EL TIEMPO ES IMPORTANTE SOLO PARA LOS SERES QUE NO TIENEN PACIENCIA”.

También recordaba como el Maestro, con una sonrisa maliciosa y benevolente repetía frecuentemente a sus alumnos:

“Cuando esperas a alguien que amas, diez minutos es mucho tiempo. Si entrenas para buscar la perfección, cincuenta años es solo el principio pues detrás espera la muerte que es realmente lo que estamos aprendiendo durante toda la vida: aprendemos a morir.”

Una vez dicho esto, el conspicuo maestro se moría de risa ante la perpleja mirada de los alumnos que no comprendían la profundidad y verdad de estas palabras.

Todos estos pensamientos se manifestaban en el vibrar de sus párpados mientras descendía la colina al lado de su mentor. Por primera vez desde que era niño sintió un nudo en su garganta. Al día siguiente su barco zarpaba para Okinawa. Eran los últimos momentos al lado de Wong, sabía que nunca le volvería a ver. Una mezcla de pena, melancolía y gratitud se mezclaban en su alma solo calmada por la ilusión del cambio, la transformación de la que tanto había hablado su venerable profesor. “Qué maravillosa energía tiene el estudio de las Artes Marciales, que hasta en el despido se encuentra el equilibrio del alma…”, pensaba Yara. Su Maestro, al lado, en unidad con él, sentía exactamente lo mismo, no hacía falta palabras, la emoción era el vínculo que unía a aquellos dos buscadores del todo que siempre fueron hermanos en vidas anteriores, que descubrieron que lo eran gracias a las enseñanzas en la vida actual y que seguirían siendo hermanos hasta la eternidad.

Todo estaba en equilibrio; la pena del despido y la alegría de lo nuevo.

El barco de vela estaba apunto de partir. Dos pequeños bultos a ambos lados de Yara guardaban todas sus humildes pertenencias. Uno redondo con una muda de ropa junto con la comida cuidadosamente cocinada por su Maestro, y el otro alargado, guardando con esmero un Bo (palo de roble de 1.80 mts) y una pareja de Sais. Mientras hacía la reverencia del despido, su corazón latía tan fuerte como los recuerdos que atesoraba dentro de sí. Después, desde la línea del horizonte, Yara veía alejarse el puerto de Fukien. En su mente se difuminaban las montañas de China, mientras que la imagen sonriente de la última expresión del rostro de su maestro, se agrandaba en el recuerdo que le acompañaría para el resto de su vida. Nunca más le volvería a ver, pero siempre estaría con él en cada movimiento, en cada pensamiento e incluso en cada toma de decisión.

          Llegada a Okinawa

Okinawa, en aquel tiempo, era un feudo protegido de China y la isla dependía del Emperador que tenía el control militar y comercial. La “protección” era necesaria para protegerse de los piratas que patrullaban asolando brutalmente los numerosos estrechos que separaban las islas. También existía un peligro mayor y mejor organizado: el clan de los Satsuma, provenientes de Japón, el cual estaba perfectamente militarizado. Los gobiernos del Emperador de China y de Japón habían llegado a concertar un buen tratado para los dos países que controlaba no solamente el comercio de productos sino el intercambio cultural. Okinawa quedaba en el medio sin apenas capacidad de influencia; era un feudo subordinado a los caprichos de dos grandes países y, naturalmente, su comercio era controlado por funcionarios chinos y japoneses. Favorecidos por esta situación política, en determinadas épocas del año, los japoneses viajaban a Okinawa para comerciar con los mayoristas isleños, mientras que los oficiales chinos miraban discretamente para otra parte pretendiendo no ver lo que estaba gestionándose. No obstante, en una situación tan irregular los roces entre las tres nacionalidades eran frecuentes. Los japoneses, fuertes de carácter, hubieran preferido que los chinos abandonaran las islas y esta circunstancia se manifestaba en numerosos altercados y violaciones de derechos contra los campesinos okinawenses. Por el otro lado, los chinos pretendían introducir sus costumbres y cultura, por eso durante el mes de octubre se celebraban las fiestas tradicionales chinas, obligando a los nativos okinawenses a asistir. Naturalmente que lo hacían, solo bajo la amenaza de las armas. El clan Satsuma había mantenido las normas antiguas mantenidas desde el siglo XVI (Hideyoshi, año 1588), requisando todas las armas pertenecientes a los okinawenses lo cual dejaba estos sin ninguna posibilidad de defensa militar.

Aquella orden se denominó “Caza de espadas”, por la que se requisaban todas las armas en manos de los campesinos. Con esa política se anulaba cualquier posibilidad de rebelión de la plebe. Desde entonces llevar espada era un privilegió exclusivo de los samuráis.

Tres años más tarde se reforzó esta iniciativa con el “Edicto de separación”. Con él se obligaba a los samuráis a vivir en el castillo de su señor. El campesinado debía permanecer en el campo y tenía prohibido el acceso a la vida militar.

En el 1603, Tokugawa, era nombrado shogun. Daba comienzo una larga etapa de paz, muy próspera en lo que al estatus del samurái respecta. La era Takugawa supondría la metamorfosis del guerrero en burócrata.

Takugawa, oficializó la división de clases y las convirtió en hereditarias. El nuevo modelo social se basó en el confucioniano. Éste era un credo fuertemente elitista, “el confucianismo”, demandaba de cada clase  una entrega total a la superior. Valoraba el trabajo agrícola, pero despreciaba toda ocupación relacionada con el enriquecimiento personal. Así pues, el orden jerárquico japonés quedó compuesto por nobles, samuráis, campesinos, artesanos y comerciantes. 

Este factor fue, como veremos posteriormente, importantísimo para el desarrollo de las Artes Marciales en el archipiélago de Okinawa.

Bajo estas circunstancias, los únicos que perdían eran los pobres campesinos okinawenses.

Cuando los extranjeros japoneses cometían algún tipo de exceso o tropelía, los oficiales chinos miraban para otro sitio sin defender a los nativos. Por estos motivos, el pueblo okinawense desarrolló un carácter de supervivencia social, necesitando imperiosamente mantener su nacionalismo e identidad. La presencia física de cualquier persona nacida okinawense que pudiera aportar algo a la cultura local o a la defensa de los campesinos, era recibida como el agua de lluvia después de la sequía.

Cuando posteriormente los japoneses abandonaron Okinawa, pretendieron que la isla dejara de ser un feudo Chino. Naturalmente no podían permitir tener bajo sus pies un territorio bajo el dominio de Emperador de la China.

Esta era la situación que encontró Yara a su regreso. Sus padres, aun contentos por su regreso, pretendían no mostrar ningún signo de añoranza por otros tiempos mejores. Como si nada hubiera pasado durante los años de ausencia del pequeño. Lo único que les importaba era que su hijo había vuelto después de 20 años de ausencia.

El hermano de Yara era el alcalde del pueblo, y tenía muchas responsabilidades que podía compartir con el recién llegado, especialmente porque leía y escribía chino a la perfección. Una persona con esas características era muy apreciada por los comerciantes y por los oficiales del gobierno. Su trabajo como traductor e intérprete era tan solicitado que apenas tenía tiempo para continuar con los entrenamientos de su adorado arte marcial. Entrenaba durante algunas horas del amanecer, suficientes para mantenerse en buena forma física.

El ronin

Los pocos momentos que tenía libre eran empleados por Yara para pasearse por las playas y cuevas que eran el entorno natural del pueblo. Un día, mientras gozaba de uno de estos agradables paseos, oyó un grito histérico que pedía ayuda. Se detuvo y prestó atención cuidadosamente. El soplar del viento y el monótono murmullo de las olas le impedían focalizar el origen del chillido. Entonces centró toda la atención en el sentido del oído, cerrando los ojos, aflojando todos los músculos del cuerpo y calmando la respiración.

Los gritos llegaron claros a sus oídos y en un instante, Yara estaba corriendo hacia el origen del extraño ruido. Cuando alcanzó la cresta de una duna , quedó sorprendido al ver a un ronin molestando violentamente a una joven. El samurai le vio bajar corriendo la duna mientras todavía mantenía agarrada a la joven.

A finales del siglo XVI, los más de cien años de guerras      civiles crearon un fondo cada vez mayor de samuráis sin empleo. En la mayoría de los casos, las guerras terminaban con el daimio vencido restaurado en sus dominios tras jurar lealtad al vencedor, pero en ocasiones el señor resultaba muerto. En este caso, el samurái a su servicio se convertía en ronin, (“hombre de las olas”; porque, como las olas arrasaban con todo). Por lo general, solía alistarse rápidamente en el ejército de otro daimio, puesto que cualquier señor de la guerra ambicioso necesitaba a todo samurái que pudiera encontrar.

Las oportunidades de “encontrar trabajo” empezaron a disminuir para estos ronin a partir de la era Tokugawa en el siglo siguiente. Todos los daimios se encontraban al servicio del Shogun (rey). Sus propiedades estaban requisadas, y también el volumen de sus tropas. Era difícil reclutar nuevos soldados, sobre todo si éstos se habían enfrentado al clan de los Tokugawa, ahora en el poder. Así, muchos guerreros sin dueño se dedicaron a vagabundear.

Algunos decidieron llevar una vida independiente, viajando por el país en una especie de peregrinación guerrera retando a combate a otros samuráis. Otros se convirtieron en maestros de esgrima. Hubo quién se internó en monasterios y se dedicaron a escribir libros sobre el kendo, el camino de la espada. Otros terminaron como guardaespaldas o como matones de bandas criminales. Los más desconocidos son los que fueron en busca de fortuna al extranjero, como comerciantes, piratas o mercenarios en tropas de Siam (Tailandia), Corea o Vietnam.      

“¿Por qué no dejas a la muchacha libre?” gritó Yara, superando el zumbido del viento y el rodar de las olas. “Si quieres una chica, hay muchas en la calle Aka-sen en Naha.

Mientras decía esto, Yara se aproximaba al samurai lentamente, sin ninguna expresión en la cara. Cuando llegó a estar cara a cara con el agresor, añadió: “deberías tener vergüenza de ti mismo, un samurai atacando a una indefensa joven”. Aprovechando estos momentos de incertidumbre, la joven se zafó del agarre de su atacante, voló corriendo hacía unas dunas cercanas y se ocultó lejos mientras espiaba el acontecimiento que se estaba produciendo entre los dos hombres.

Yara, con tranquilidad, miraba al samurai, y se dio cuenta de que el kimono llevaba el emblema del clan de Satsuma. Después miró la empuñadura de la espada y remarcó que era de buena calidad. Esta mirada fue notada por el samurai, el cual agarró la empuñadura y movió el cuerpo hacia un lado.

Yara, instintivamente, dio un paso atrás y dejó caer los brazos sin fuerza a ambos lados como si de dos cuerdas se tratara. Se daba cuenta de lo delicado de su indefensa situación cuando el ronin desenvainó la espada lentamente y avanzó hacia él.

Yara esperó.

Por primera vez en su vida, a la edad de 32, se encontró en una situación de vida o muerte. Esto no era un entrenamiento. Era un momento crucial en el que su vida podía acabar en un instante. Empezó a tensarse al ver como el hombre armado se aproximaba cuidadosa y lentamente. Entonces, como una iluminación, las palabras del viejo Maestro llegaron a su mente: “Si la mente no esta tranquila, no se puede concentrar.”

Tomó entonces una inspiración profunda y relajó los hombros. Dio un paso atrás nuevamente mientras espiraba, permitiendo que sus sentidos descendieran hasta el hara, “el océano de energía” que es la zona que se encuentra a tres centímetros debajo del ombligo. Toda la tensión y el nerviosismo desaparecieron. Estaba listo para tomar la acción con las manos desnudas.

El samurai, lentamente, movió su espada hasta la posición renoji-dachi (paso adelante con la espada en alto) y paró ahí. Entre un parpadeo de los ojos lanzó su ataque. La espada describió un semicírculo lateral en un clásico corte de do, pero Yara ya había retrocedido dos pasos, evitando el golpe que acabó cortando solo el aire que había dejado su cuerpo. Yara acabó de rodillas en la arena blanda. Entonces, el enfadado samurai arrancó a correr torpemente hundiéndose en cada paso hasta las rodillas mientras mantenía a la espada por encima de su cabeza. La escena hubiera parecido hasta cómica, si no fuera por que una katana es el arma de mano más mortal que existe y la intención del que la llevaba, asesina.

Yara, decidió volver sobre sus pasos cuidadosamente mientras envolvía al samurai y se situó en el rebalaje de la playa, acto que enfadó mucho más al excitado ronin.

La muchacha entonces quedó aterrada al ver que Yara se dirigía hacia la posición que ella ocupaba, se sintió perdida, el samurai la descubriría nuevamente. Miró entonces a su alrededor y observó que había a unos metros de distancia un barco de pescadores volcado del que asomaban el mango de dos remos. Corrió velozmente hasta ellos y, liberando uno, se lo lanzó al muchacho que venía con grandes zancadas directamente hacía ella.

Yara tuvo la mejor oportunidad de su vida, agarró el remo y en una décima de segundo se encaraba al samurai con más posibilidades que instantes antes. El samurai renegaba de sí mismo, mostrando signos de gran cólera. Había perdido la enorme ventaja que significaba enfrentarse a un hombre sin arma alguna. Frenó entonces su carrera y adoptó una posición jodan kamae (posición de ataque que mantiene ambas manos por encima de la cabeza preparando el arma). Permanecieron en esa actitud unos momentos mientras se miraban fijamente. Yara adoptó la posición zenkutsu dachi kamae (el peso del cuerpo sobre la pierna adelantada con el remo 45º a un lado). Esa posición era la preferida por los artistas marciales más avanzados que solo la adoptaban cuando se está dispuesto a vencer en una sola acción o a morir.

La joven veía cómo los dos enemigos se observaban como estatuas mientras el bufido del viento y el ronronear de las olas daban a la escena un marco trágicamente grandioso.

De repente, el samurai se lanzó hacía él, haciendo descender su sable hacia abajo con gran fuerza. La reacción de Yara fue instantánea: golpeó con su remo la empuñadura de la katana. El golpe fue realizado a la perfección, mandando hacia el cielo la espada, pero en el momento del impacto, Yara, inexplicablemente había saltado por encima de la cabeza de su oponente situándose en una posición extremadamente expuesta. Fue una acción muy delicada debido a la inestabilidad de cualquier gesto en el aire, pero la jugada salió bien. En el momento que el hombre del clan de Satsuma sintió que perdía el agarre de la espada larga, se inclinó sobre una rodilla y baldío la espada corta. Todavía no había aterrizado Yara cuando le aplicó una patada lateral a la cabeza (yoko geri) que hizo vibrar todo del cuerpo del samurai. Cayó hacia atrás, a los mismos pies de la joven que acababa de molestar. Desesperadamente intentó levantarse del suelo, pero Yara cayó sobre él como un rayo, descargando el remo con toda su fuerza sobre su cabeza reventándole el cráneo como una calabaza. Por todos era bien sabido que un samurai luchaba hasta vencer o morir, y en estas circunstancias, no había otra solución que la que se acababa de producir.

Murió en el acto.

La joven, muy nerviosa, miró frenéticamente a su alrededor para comprobar si alguien había visto la batalla. Cuando comprobó que no había testigos se sintió aliviada y dijo, “Ayúdame a enterrarle. No preguntes nada ahora. Eres nuevo aquí, te explicaré más tarde”.

Obedeciendo el consejo, Yara arrastró el cuerpo todavía caliente hacía unos densos matorrales. Entre ambos cavaron un profundo hoyo donde acabó sus días el bandido sin historia y sin honor.

“Si los otros samuráis encuentran a este con el cráneo partido”, dijo sofocadamente la joven, “se vengarán contra otros nativos del pueblo”.

“¿Qué pasará cuando sus amigos le echen de menos?”, preguntó Yara, “¿qué pasará entonces?”

“No le echarán de menos. La mayoría de los samuráis que vienen aquí son ronin saqueadores y los demás creerán que ha ido a otro sitio en busca de otro botín. Son nómadas y no permanecen en el mismo sitio durante mucho tiempo”.

“¿Me estás diciendo que este tipo de cosas suceden frecuentemente?”, preguntó Yara todavía excitado después del combate. “Acabo de regresar de China  hace tres meses y mis padres y hermanos no me habían dicho nada acerca de este tipo de tropelías”.

La chica miró dudando del origen de Yara y pensó, “Sin duda es un experto artista marcial. Ha podido defenderse contra un samurai armado. Posiblemente lo podría hacer contra cualquier otro”. Comenzó entonces a hablar con Yara con agradecimiento y admiración: “Debes haber entrenado durante muchos años artes marciales. Nadie que yo conozca puede enfrentarse a un samurai, y menos aún vencerle”.

“He entrenado durante veinte años en China”, contestó Yara, “pero nunca he entrenado para esto. He de admitir que la filosofía y la cortesía no son la mejor defensa contra el comportamiento demostrado por este samurai”.

La joven no pudo contenerse más tiempo y comenzó a hablar a Yara en un tono que mezclaba la súplica con imponerle una obligación, casi una orden.

“¿Enseñarías tu arte a nuestro pueblo?” preguntó nerviosamente. “Estos son tiempos tormentosos y necesitamos aprender cómo defendernos de estos extranjeros”.

Yara, impresionado por la urgencia que manifestaba su voz, dijo que lo pensaría, luego la condujo lejos de la horrible tumba de la que a las pocas horas no quedaría ni el más mínimo rastro pues el viento del mar de la China se encargaría de borrar toda huella. En quince minutos llegaban a las estribaciones de un pequeño pueblo de pescadores.

“Ya hemos llegado”, dijo la joven. “Este es mi pueblo. Estaríamos encantados si en alguna ocasión pudiéramos recibirte con honor. Yo vivo en la casa del alcalde. Dicho esto, partió pronta y quedó Yara solo mientras miraba a la joven alejarse corriendo.

Los días que siguieron se caracterizaron por la germinación de la semilla que ella había plantado en su cabeza. Durante los entrenamientos que siguió haciendo, una idea no se apartaba de su cabeza: enseñar a los jóvenes nativos sus conocimientos marciales. Comenzó a hacer indagaciones sobre las actividades de los comerciantes y samuráis japoneses. Después de todo, se trataba de su país.

Cuanto más pensaba en el dilema, más razón encontraba en las explicaciones de la joven de la playa. Los piratas y los saqueadores hacían la vida imposible y miserable a los auténticos dueños de Okinawa, los campesinos pobres y analfabetos. Por fin, un día tomó una decisión e inmediatamente la puso en práctica. Recogió a un grupo de entregados alumnos y comenzó la instrucción del arte de la lucha sin armas. Todas las armas habían sido requisadas por los samuráis por lo que decidió enseñarles el arte de la mano vacía, y la utilización de los útiles de trabajo campesino como armas mortales.  

Los entrenamientos se realizaban a escondidas durante las frías horas del alba. Al principio solo aceptó a dos o tres alumnos, que eran primos hermanos de un mismo pueblo.

El chichón

Comenzaron los vecinos del pueblo a oír los sonidos típicos del entrenamiento de las artes marciales; gritos, resoplidos y choque de palos. Poco a poco se fueron acostumbrando a aquellos ruidos nuevos que salían de la casa de Yara. Cuando algún extranjero visitaba el pueblo, Yara inquiría a sus discípulos que no hicieran ruido y entrenaran silenciosamente, pues el entrenamiento de cualquier tipo de lucha o el uso de armas estaba absolutamente perseguido por las autoridades japonesas.  Durante esa época los alumnos se concentraban en las técnicas de potencia, incluso durante la práctica de las katas (serie de movimientos contra adversarios imaginarios), golpeando troncos de árboles y haciendo los más duros entrenamientos gimnásticos con mancuernas de piedra tallada.

Sucedió que, aún a pesar de intentar mantener el secreto de las clases en el más riguroso misterio, todo el mundo acabó por enterarse. Un día mientras trabajaba en la profesión que le daba de comer; traducciones del chino al japonés, su cocinera le anunció la llegada de un extraño que había venido de lejos solo para hablar con él.

“Este hombre no es del pueblo ni de esta parte del país,” remarcó el ama de casa, “pero parece fuerte y aparenta ser un artista marcial. Dice llamarse Shiroma”.

Yara se sintió tenso cuando escuchó esto. Se dirigió al patio con cierta aprensión y vio un joven de unos 20 años, bajo y muy robusto, que le esperaba sentado en la barandilla con una actitud altiva, mientras mantenía una pareja de sais en una mano y la otra se apoyaba en su cadera. El extranjero se incorporó cortésmente y se acercó a él.

“Perdone que le moleste,” dijo en un tono cortes, pero al mismo tiempo arrogante, “¿Es usted Chatan-Yara?” Ya por entonces la buena reputación de Yara había merecido por parte de los campesinos poner el nombre del pueblo donde nació, Chatan, delante del suyo propio.

“Sí, soy yo,” respondió mirando fijamente a los ojos del extranjero.

“Soy de la isla de Hama-Higa,” dijo animosamente el joven. Yara, inmediatamente recordó que esta isla es famosa por el buen uso en el arte del sai y de las tonfas (instrumento de labriegos para aventar el trigo) de lo que estaban muy orgullosos sus ciudadanos.

“Mi nombre es Shiroma y he venido desde mi isla con la esperanza de que usted me enseñe lo que yo no sepa del uso del sai.”

“Yo no doy clases si no me es introducido el alumno por alguien conocido”, respondió Yara, que sonrió, hizo unacortes reverencia y dio la espalda e iniciando el regreso a su trabajo.

“¡Un momento!”, gritó el extranjero, colocándose de un salto detrás de él. “Yo no he hecho todo este viaje para que me dé la espalda. He recorrido una gran distancia para encontrar a un experto superior a mí con los sais. Ya he encontrado a otros “llamados” maestros y los he vencido a todos, y he venido a verle suponiendo que eres el más grande en Okinawa. Esto es lo que me dijo la hermana del alcalde de este pueblo. Una lección con usted valdrá para saber si ella tenía razón o no.”

Yara en esos momentos estaba más preocupado en lo concerniente a la indiscreción de la joven que en la propuesta del retador.

“Esa hermana del alcalde, ¿es una chica menuda con los pómulos de manzana?”.

“Sí,” contestó el extranjero, “se ajusta a la descripción. En ese caso, usted debe ser sin duda el gran Chatan-Yara y no he venido en vano.”

“Dime joven,” continuó Yara, “¿has pasado por la disciplina de los entrenamientos de Tsu Ken Shita Acu?”. Esta era la escuela de más reputación de Okinawa.

“Sí, su técnica de sai es buena, pero su maestro, por desgracia, no está en sus plenas facultades por culpa del sake y decidí dejarle”.

Yara estudió al joven detenidamente. Vio un aura de gallo vanidoso y decidió darle una clase de humildad, después de todo la culpa de esa arrogancia no era toda de él sino de la torpeza filosófica de su maestro. El único problema que tenía era cómo darle la lección sin herirle. En el fondo, Yara sentía pena por él. Solo con verle una vez sabía que el joven pertenecía al grupo numeroso de artistas marciales que basaban excesivamente sus capacidades físicas en la fuerza y desestimaban el poder superior de la mente.

“Ven a encontrarte conmigo mañana a la salida del sol en la playa”, soltó Yara, y te daré una lección.” Después de esto, se retiró a su trabajo.

Al día siguiente, como prometió, Yara estaba sentado en la playa sumido en aparente profunda meditación, mientras el sol iluminaba de color naranja sus hombros. Sentía una maravillosa armonía con el cielo y la tierra. Sin mirar, podía sentir que algo que se aproximaba lentamente con cautela alteraba su calma. El hombre que se acercaba venía lleno de tensión y excitación extrema. Yara lo podía sentir, y esperó hasta que la dura energía del joven estuviera a dos metros de distancia. Entonces abrió los ojos.

“Aquí estoy”, dijo Shiroma, sacando los sais del cinturón y manteniéndolos tensamente colgando a ambos lados del cuerpo. Yara sonrió y se levantó:

“¿Estas listo para tu lección?”, preguntó tranquilo.

El inocente joven adoptó una postura defensiva. Yara quiso humillar al trozo de “hoja de lata” que tenía delante, y presentó una postura de brazos caídos sin preparación ninguna. Shiroma sintió que el kamae  (postura) y la calma que adoptaba Yara era la de un experimentado maestro. Entonces se decidió por otra estratagema; girar hacia el mar esperando que el sol quedara a su espalda y deslumbrara los ojos del Maestro. Ésta maniobra, esperaba que fuera su gran ventaja.

“Si me pongo en una posición donde el sol le dé directamente en los ojos,” pensó, “estará durante unos momentos ciego a mis ataques”.

Mientras Shiroma giraba hacia su premeditada posición, mostraba una gran tensión y exceso de concentración. Una voz interior le decía, “Inicia tu ataque en el momento en que el sol ilumine sus ojos. ¿Porque este demonio está tan tranquilo? Tengo que vencerle en el primer ataque, con un hombre así no tendré una segunda oportunidad… “Soy más joven y más fuerte que él”. Su mente bullía con tanta actividad que repercutieron en la forma de moverse; se desplazaba como un robot. 

Shiroma, por fin, estaba a un paso de lograr que el sol iluminara la cara del maestro. Yara permanecía sin moverse con los brazos colgando y sin ninguna guardia ni tensión, lo cual le enervaba aún más y le hacía sentirse incómodo.

Como un relámpago, Shiroma dio su paso final, y solo entonces Yara levantó un sai. Fue la última cosa que recordó Shiroma.

 Este acontecimiento, lo contó Shiroma después con gran orgullo numerosas veces durante el resto de su vida: “En el momento cuando encontré la posición que estaba buscando, el Maestro levantó un solo sai y lo usó como un espejo, reflejando la luz del sol contra mis ojos y quedé cegado durante un instante. Me hizo víctima de mi propio juego. Mi trampa fracasó, y más tarde desperté en la puerta de la casa del Maestro con un fuerte dolor de cabeza y un chichón enorme”.

Shiroma permaneció después durante muchos años con el Maestro Yara. Lo tenía todo, fuerza, agilidad, vocación, pero pensaba demasiado y esto era la razón de sus desequilibrios físicos y psíquicos. La impaciencia le hacía valorar en exceso el tiempo y esta circunstancia le agarrotaba. Comprendió aquella antigua máxima del viejo Maestro chino Wong: “el tiempo es importante para los seres que no tienen paciencia”. Con los años se calmó.

Durante los años siguientes, la historia de Yara pertenece al misterio. Parece ser que el resto de su vida lo dedicó a dar clases de arte marcial secretamente a alumnos muy escogidos. Vivió del arte de la caligrafía y la traducción.

Yara no se dedicó, como lo hicieron otros maestros posteriores, a crear escuelas y propagar sus descubrimientos, pero dejo hasta nuestros días las katas de Bo y Sai denominadas: Chatan-Yara bo kata y la Chatan-Yara sai kata.

Estos katas, para el Bo y los Sais representan un aspecto único en el conjunto de técnicas de lucha okinawenses, esto es, introducir, mientras se usan las armas, las manos vacías como en las técnicas del karate.

Este Gran Maestro quedó en las arenas del olvido. De él no se sabe apenas nada, ni dónde está su tumba, pero su grandeza y su humildad llegaron hasta nuestros días por el suceso de dos acontecimientos que en aquellos tiempos eran muy comunes: un reto a muerte contra un peligroso ronin vagabundo y delincuente; y un reto contra un joven equivocado por la mala instrucción recibida de un maestro bebedor. Pudo alcanzar la gloria en vida, pero prefirió el silencio. Así, podemos ver cómo a veces la sencillez y la humildad del silencio pueden vencer la arrogancia y la prepotencia de los que hacen mucho ruido en el tiempo.

 Nunca sabremos si una frase o una acción realizada en un determinado momento han tenido eco o caerá en el olvido, lo importante es hacerla sin pensar en la posible repercusión futura. Las Artes Marciales, si son aprendidas por las sensaciones del AQUÍ Y AHORA, del estado de presencia total, siempre producirán acciones justas en equilibrio con la situación que este sucediendo en cada momento. La ética es el Arte del buen vivir y no se puede vivir nada que no este en el presente. Cuanto más justo y respetuoso seas con los demás, más justos y respetuosos serán contigo. Así se deben enseñar y practicar las Artes Marciales, por eso, se debe entrenar con el espíritu abierto y el corazón entregado en todo momento.

“Si quieres estar en armonía con tu amor o con tu lucha, aprende a reaccionar rápido. No dejes que tu supuesta experiencia vital o tus conocimientos técnicos, te transformen en una máquina: usa esta experiencia para escuchar siempre “la voz del corazón”. Aunque no estés de acuerdo con lo que esta voz está diciendo, respétala y sigue sus consejos: ella sabe cuál es el mejor momento para actuar y el mejor para evitar la acción incorrecta.”

                                       Sabiduría Zen

                                         

Por Sensei Gustavo A. Reque