Itoman es una provincia en la punta más sureña de Okinawa. Durante la era feudal de Japón, los barcos provenientes de Occidente con dirección a Japón anclaban en los puertos de este archipiélago denominado “ryu-kyu”. Las costas recortadas y los puertos de estas islas ofrecían protección contra los terribles tifones que provenían del mar de la China. Muchos de estos barcos nunca consiguieron llegar a las costas japonesas.

          Los okinawenses, que eran gente campesina y de carácter amable, permitían a los barcos europeos recalar el tiempo que necesitaran para comerciar o simplemente repostar alimentos. Siendo Okinawa un feudo de china, era normal que veleros provenientes de Corea y China navegaran regularmente por estas aguas haciendo viajes cortos. No sucedía lo mismo con los navíos del viejo continente europeo que precisaban más de cuatro meses para alcanzar estas aguas, motivo que justificaba la necesidad de permanecer varados en estos puertos más tiempo que el que precisaban los juncos orientales.

          La mayoría del comercio con Europa en aquella época se realizaba con Holanda y Portugal, siendo predominante la presencia de estas banderas en los puertos okinawenses y, consecuentemente, muy numerosa la presencia de gigantescos rudos marineros europeos ávidos de diversión. No pasó mucho tiempo hasta que estos solitarios navegantes comenzaran a relacionarse con nativas e incluso muchos de ellos formalizaron sus relaciones con bodas mixtas.

          Efectivamente, aunque la mayoría de los marinos satisfacían sus necesidades masculinas en los distritos rojos de Naha, hubo algunos que cruzaron la línea racial y se casaron con mujeres okinawenses. Los holandeses fueron los que pasaron más veces por los juzgados matrimoniales. Elegían mujeres que tenían la particularidad común de ser viudas de jóvenes pescadores que habían desaparecido en aquellas aguas tan borrascosas.  A aquellos europeos parecía no importarles mucho relacionarse con mujeres que ya tenían familias estructuradas, e incluso con varios hijos a su cuidado.

          Aquellos matrimonios produjeron hijos euroasiáticos, a los que los okinawenses denominaban oinoko (media casta). Hasta antes de la guerra del Pacifico y la subsiguiente ocupación de Japón por los occidentales, cualquier persona con piel blanca, ojos poco sesgados de color claro, pelo no totalmente negro o de estatura superior a la media era, para cualquier okinawense, un oinoko y provenía de la provincia sureña de Itoman. Esta casta de mestizos era tratada como ciudadanos de segunda categoría y eran, por tanto, excluidos de muchos trabajos, incluso eran tratados con cierto desprecio por los tradicionales lugareños que estaban mental y socialmente muy anclados en un pasado feudal de castas. Itoman Bunkichi era uno de ellos.

          Como consecuencia de estas circunstancias sociales que en la actualidad nos parecerían inconcebibles, Itoman Bunkichi fue para siempre excluido de las páginas gloriosas de la historia del karate okinawense. Tres acontecimientos facilitaron esta injusticia xenófoba: primero fue el Manifiesto de Tanaka, que se firmó en los años 20 (referente a la “limpieza de sangre”); segundo, el reclutamiento obligatorio que se realizó en 1930 por motivos bélicos y por último, la confrontación contra los Estados Unidos de América durante los años 40. Todo ello produjo un oprobio social contra todos aquellos que no tuvieran el ciento por ciento de sangre japonesa u okinawense. Los oinoko fueron lavados socialmente y borrados de todo documento o mérito social, especialmente de las artes marciales, que por entonces se consideraban motivo de orgullo nacional.

          Puede tomarse esta parte de la historia negra de okinawa como cada uno quiera, pero gracias a los relatos verbales y escritos de otros maestros no tan oficialistas, hemos podido recoger suficiente material para confeccionar una fábula que para unos puede parecer fantasiosa y para otros, entre los que se encuentra el que esto escribe, una necesidad a modo de homenaje por recordar a este personaje al que la historia no le ha hecho justicia. El maestro del taisabaki .

          El arte de la esquiva y el samurai

Huehara era okinawense, nadie sabe en qué año nació ni quién fue su padre, pero era evidente que su pelo no era negro betún, que sus ojos eran redondos y claros y que sus piernas eran larguísimas. Su aspecto físico era el de un atleta. Era más alto que la mayoría de sus conciudadanos. Cuando caminaba parecía como si no tocara el suelo con los pies, mientras sus brazos se balanceaban a modo de látigos listos para estallar. Estaba en la flor de la vida y esto sucedía en esos años donde la fuerza y la agilidad se valoraban socialmente y en su caso ambas facultades se entrelazan en perfecta armonía. Era famoso por sus extrañas acrobacias.

          Un día de verano durante los años de la Restauración Japonesa, época cuando Okinawa todavía estaba subyugada al Shogunato del clan de Tokugawa (1603-1867), un orgulloso samurai caminaba a lo largo de la rivera del río amparado por las reglas supresoras que había impuesto ese gobierno, entre otras la prohibición del uso de armas a los nativos okinawenses. Su caminar displicente demostraba que no tenía ningún temor hacia nada ni nadie, pues sólo la exhibición del mango de su impresionante espada y el emblema del trébol de cuatro hojas que ostentaba estampado en la tela de seda de su gi (vestido) le daban las suficientes credenciales para sentirse seguro – pertenecía al temido clan de los Tokugawa.

          El guerrero era famoso en la localidad por no comportarse de una manera correcta. A pesar de la alta categoría social a la que pertenecía, la cual le obligaba a mostrarse en todo momento con dignidad y respeto con los más débiles, se mostraba altanero y tendencioso. Estaba lleno de resentimiento y su corazón explotaba de un odio infundado que proyectaba contra la indefensa población que consideraba despreciable y muy inferior a él y a su casta de samurai.

          Mientras caminaba con esos rencores tan negativos en la mente, vio a un okinawense más alto que él conversando con una joven nativa. Ambos hablaban y reían amigablemente en la intersección del río con la senda por la que él se aproximaba. Sintió la necesidad de pelear con alguien y ahí encontró la posibilidad de descargar su ira contra ese okinawense “ofensivamente”, ¡más alto que él mismo! “Uno más pequeño no me haría el honor”, – pensó su oscura razón.

          El japonés se pavoneó delante del okinawense y, sin más dilación, se abalanzó contra él con la intención de agarrarle de la ropa y zarandearle provocativamente. ¡Cual sería su sorpresa cuando casi se cayó al suelo al otro lado del joven!  Éste había desaparecido de su trayectoria como si nunca hubiera estado allí. El empujón de su brazo solo encontró aire. El okinawense se había apartado a un lado con un simple paso y continuaba la conversación con la joven ignorando al samurai, como si nada hubiera pasado.

Enfurecido, el samurai recobró la compostura y nuevamente cargó contra el joven, esta vez con la intención evidente de golpearle con los puños. De nuevo, el okinawense se apartó con fluida agilidad hacia un lado. La tela de seda del impecable y bien vestido agresor acabó cubierta de polvo, pues de este lance rodó por el suelo todo lo largo que era.  Al incorporarse, miró su gi y mientras se sacudía el polvo de color naranja, su cara mostraba una expresión de ira que parecía como si la vena de la frente fuera a estallar. No hay nada que enfade más a un noble samurai que mancharse las vestiduras, pues ellas, después de su katana (espada), representan el símbolo de su dignidad.

          El guerrero samurai no podía contener más su cólera. Sentía que había perdido el decoro delante de un solitario okinawense. Su reputación no podía quedar así delante de todo el pueblo, por lo que decidió poner una solución definitiva. Sacó entonces su katana y gritó: “¡Eh, oinoko!, estás tratando de burlarte de mí, ¿eh? Lucha como un hombre en lugar de escurrirte como un pez”.

          El okinawense, sin cambiar la expresión de la cara y aparentando una calma absoluta que no correspondía con la dramática situación que se estaba produciendo, miró directamente a los ojos de su frenético agresor. El samurai pudo ver claramente el color avellano de éstos.

 Entre las normas que impuso el clan de los Takugawa, una de las más denigrantes era que los nativos okinawenses, cuando se encontraran con un samurai debían agachar la cabeza y por ninguna razón mirarle a los ojos. Esto era un suicidio. Las katanas samuráis siempre tenían hambre de sangre y era sabido por todos que de un solo tajo podían cortar un miembro o la cabeza, motivo este de “gran orgullo guerrero” entre los miembros del clan de Takugawa.

          “Te voy a dar una lección”, dijo el samurai; “Voy a hacer un ejemplo contigo” y entonces, sin más argumentos, cargó hacia el joven mientras desenvainaba su poderosa katana.

          Bunkichi, al ver venir corriendo al enfurecido samurai con la espada en alto dispuesto a partirle en dos, corrió hacía la barandilla del puente y saltó al vacío por encima de ésta. El samurai se paró en seco apoyando el pecho contra la pasarela, y miró hacia abajo para ver cómo caía el okinawense al agua. No se oyó ningún chapoteo. Entonces se inclinó al máximo   para tener un campo de visión más amplio cuando, de repente, sintió que era cogido por los pies y volaba de cabeza hacia el agua.

          Cuando Huehara saltó sobre la barandilla, se agarró a la estructura inferior del puente que estaba hecha de barras de hierro. Se balanceó por debajo hasta el otro lado como lo haría un mono, y catapultándose hacia arriba por encima de la barandilla del otro lado acabó de pie sobre el viaducto mientras veía la oportunidad de aproximarse al samurai por la espalda.  Esto es algo que sólo un simio podría realizar, pero para él era sólo un entrenamiento habitual.

          Por desgracia para el samurai, el río no tenía ni un palmo de profundidad, pues era verano, el caudal era escaso y el fondo era de bolones de dura piedra. Cuando le rescataron no podía mover las piernas y así quedó para el resto de la vida: sin honor y confinado en una silla encerrado en sus pensamientos negativos.

          Hay un sutra de Buda que dice:

“CUANDO EL HOMBRE TIENE MIEDO SE ESCONDE EN LAS MONTAÑAS, EN EL VALLE, EN EL BOSQUE, EN LOS JARDINES, EN LOS ÁRBOLES Y  POR  FIN  DENTRO  DE  SI  MISMO”. 

          Las historias de Huehara han llegado hasta nuestros días como lo hacen las leyendas okinawenses, a través del boca a boca mientras pasan las nieblas y los tifones de los fríos inviernos. Cuando los japoneses perdieron la guerra contra los Estados Unidos, muchos okinawenses emigraron a Hawai y a Brasil. Debido a la mínima existencia de literatura escrita y a la limpieza xenófoba que se llevó a cabo contra los oinokos por los años 20, poco queda de este personaje. No obstante, aún todavía en la actualidad la tradición oral recuerda las hazañas de este legendario héroe. Recientemente, estos ídolos olvidados se están rehabilitando para  la historia okinawense pues la grandeza de los pueblos está en la memoria de su historia. Así, los okinawenses que emigraron  de su isla cuentan a sus hijos en Hawai y  en Brasil cuentos acerca del  gran Itoman Huehara para que estos no pierdan su identidad y enseñarles valores superiores. Y ahora,  os voy a contar otra historia que pretende describir las maravillosas proezas que un hombre pudo hacer y que han calado en lo profundo del alma de un pueblo dándole una identidad gloriosa que de otra manera no hubiera sido más que cultivar la tierra.

          Como Itoman Huehara era excepcionalmente grande y fuerte para la media de los okinawenses, desarrolló una extraordinaria habilidad en el arte de esquivar agresiones (taisabaki). Durante aquellos turbulentos años de transición, la ley no tenía representación policial, y eran los samurais los que imponían el control absoluto. Los asaltos a los caminantes y las ofensas que padecían los isleños por parte de los japoneses, los chinos y los europeos hizo necesario que el pueblo aprendiera técnicas de defensa personal consistentes en golpes violentísimos dirigidos a puntos vitales que podían causar mucho daño e incluso la muerte. Desde hacía muchos años los campesinos tenían prohibido el uso de cualquier tipo de arma por lo que tuvieron que aprender a cómo utilizar las manos vacías e incluso los diferentes instrumentos de cultivo para la defensa personal. Huehara tenía un gran respeto por la vida humana, incluso si era atacado con peligro de perder su vida, por lo que desarrolló un arte consistente en empujar, esquivar y atrapar a los agresores como se hace en el arte del ju-jitsu (llaves), o del aikido moderno (proyecciones con giros).

En una ocasión, Huehara iba andando por una acera con una tapia a un lado, cuando súbitamente dos individuos bloquearon su camino y le exigieron sus pertenencias. De un salto se subió a la tapia y desapareció por el otro lado. Los que vieron el suceso lo describieron así: “En un segundo estaba aquí y al siguiente no”. Así de simple.

   “ LA BATALLA MÁS GLORIOSA ES LA QUE NO HA EMPEZADO”

          Por orgullo no se pierde una vida

          Desde el incidente contra el samurai, muchos artistas marciales vinieron al pueblo de Itoman sólo con la intención de retarle. Era muy conocido el carácter apostador y la afición a los duelos de los okinawenses, pero él, muy inteligentemente, conseguía evitar las peleas. No sólo tenía esa increíble habilidad para esquivar los ataques, sino también para que estos no empezaran, lo cual demostraba su sabiduría.

          Haciendo gala de una gran astucia inventó un precepto que sus retadores debían pasar si querían enfrentarse a él. Sólo aceptaba un enfrentamiento si el candidato podía superar una de sus proezas, que no era otra que la de cruzar el puente sobre el río balanceándose por debajo y catapultarse por el otro lado para acabar de píe sobre la barandilla.

          Nadie lo consiguió jamás. Algunos conseguían cruzar el ancho del puente, pero nadie podía subirse de un balanceo a la barandilla del otro lado. Por este motivo, nunca se vio envuelto en ningún reto.

          “Debe ser medio mono”, decían cuando después de varios intentos se marchaban derrotados. Otros se iban aliviados después de fracasar, pues habían visto la talla, los hombros y las enormes manos de aquel hombre. Pensaban: “Mejor perder en un juego que no la vida en una lucha con él”.

Sin embargo, siempre hay escépticos y locos. Una de esas personas se llamaba “Kame”. Le apodaban así debido al aspecto que tenía, se parecía a una tortuga; gran cuerpo, pequeñas extremidades, sin cuello y muy fuerte.

          La tortuga se considera un animal sabio y de larga vida, pero estas características no se ajustaban a este hombre, pues quería a toda costa un enfrentamiento con Huehara. Parece ser que lo único que buscaba era la gloria de poder decir a sus conciudadanos que había retado al gran hombre. Pero él sabía perfectamente que no pasaría nada, pues Huehara rechazaría el combate como lo había hecho siempre sin dañar a nadie. Esto era una seguridad.

          Kame nació plebeyo como Itamon Huehara y secretamente sentía un gran resentimiento contra los artistas marciales de Okinawa, los cuales gozaban, no sólo una buena posición social, sino derechos adquiridos por su nacimiento. Efectivamente, Kame como vasallo, no podría nunca llegar a ser samurai y esto eliminaba todas las ilusiones de ser algún día sensei (profesor) en una escuela de artes marciales.

          Todas las noticias que le llegaban de Itoman eran buenas para sus sueños. Supo que este prodigioso hombre era descendiente de familia campesina como él y que, a pesar de ello, gracias a sus habilidades, era admirado como un sensei (profesor) y respetado por las clases sociales altas. La idea de vencerle le comía por dentro. Con el tiempo, se volvió una obsesión para él. Esta idea fija se transformó en una necesidad desesperada y, como antes otros muchos, decidió llevar a cabo el reto contra el maestro. Pero un largo, duro e imposible obstáculo se interponía en sus deseos: no podía pasar el puente por debajo, que era la condición que imponía Itoman para aceptar un combate.

          Tenazmente, Kame comenzó a espiar a Huehara. Indagó acerca de sus costumbres y se volvió su sombra. Pretendía enfrentarse a él sin pasar por la prueba del puente, pero no quería sufrir el ridículo de caer al río o quedarse agarrado a un travesaño como un gusano delante de todo el mundo. Nunca conseguía encontrarle solo, pues siempre le acompañaban varias personas. Así era de importante Itoman, un sueño para sus deseos.

          Después de varios días de intentar encontrarle solo, Kame comenzó a desesperar y a pensar si tanta persecución no acabaría siendo peor que caer al río. Seguramente, le acabarían descubriendo y el ridículo entonces se transformaría en cobardía.

          Por fin, un día Huehara iba caminando solo por una calle ancha cuando torció para meterse por un callejón con la intención de atajar la distancia. Siempre mostraba una actitud pensativa cuando andaba, como envuelto profundamente en sus pensamientos. Por su aspecto, daba la impresión que estaba completamente indefenso.  Sin pensárselo dos veces, Kame, que iba por detrás como un escolta, se abalanzó sobre él por la espalda mientras le lanzaba un poderoso golpe a la nuca.

          Itoman oyó el ruido que producía la tela ruda del kimono (traje) y, apartándose a un lado mientras giraba simultáneamente, acompañó con una mano la trayectoria del puño. Kame voló por el aire y acabó atravesando con la cabeza unos arbustos cercanos.

          El plebeyo se recuperó enseguida y cargó otra vez. En esta ocasión Itoman simplemente pivotó sobre un talón evitando el envite y continuó andando como si no sucediera nada. Kame se enfureció y gritó: “Párate y pelea como un hombre!”

          Huehara simplemente sonrió.

          Este gesto enfureció todavía más a Kame, que veía cómo sus esperanzas de esplendor se desvanecían. Mientras se limpiaba los labios con el dorso de la mano, pensó en una forma de atacar más eficaz y se decidió por hacerlo corriendo inclinado hacia delante con los brazos abiertos. La intención era obvia: agarrar por la cintura y tirarle al suelo, donde creía que podría tener más posibilidades de luchar con éxito debido a su fuerte constitución física y miembros cortos. ¡Pobre incauto!

          Viéndole venir, como si se tratara de una enorme langosta con los brazos extendidos y las manos abiertas como pinzas listas para cerrarse sobre la presa, Itoman dio un salto vertical y se agarró al alero del tejado de una casa subiéndose a éste. Desde ahí siguió andando sobre las tejas sin romper ninguna, pues el caminar de Huehara era como el de un gato, saltó al otro lado de la casa y continuó su camino sin mostrar ningún signo de nerviosismo. 

          Os preguntareis: ¿Qué pasó con Kame?

          En su alocada carrera solo veía el cuerpo de Itoman y al desaparecer éste encontró un vacío ocupado por la dura pared de la casa. El cabezazo sonó como una campana envuelta en trapos. Por fortuna para Kame, tenía la cabeza muy dura, como su personalidad, y los daños que recibió fueron mínimos: un gran chichón y su orgullo personal secretamente abollado. Su castigo fue tener que volver a cuidar de sus cerdos el resto de su vida. Pero su familia estaba muy contenta. Eran humildes pero honrados. Kame nunca debería haber puesto en peligro su vida. Si Huehara hubiera sido un samurai del clan de Takugawa, seguramente ya no estaría en el mundo de los vivos, y su mujer e hijos hubieran sufrido el dolor de perder un buen padre. El orgullo personal no merece pagar un precio tan alto: la vida de un ser humano.

          Itoman Bunchiqui nunca habló acerca de este episodio, pues su humildad era tan sigilosa como su forma de andar, y tenemos que dar las gracias a un viejo okinawense amigo de un venerable sensei de karate, que oyó esta historia en aquel pueblo hace muchos años. En la actualidad, esta historia y otras muchas pertenecen a la tradición oral, que se transmite de padres a hijos dentro del mundo de las artes marciales en Okinawa y nos enseña que:

UNA MANO NO PRODUCIRÁ NUNCA NINGÚN SONIDO SI NO ESTALLA LA OTRA SOBRE ELLA.

          Otra leyenda llegó a mis oídos acerca del legendario Itoman Huehara. Se trata, de cómo el arte de la esquiva (taisabaki) puede ser utilizado para resolver una situación de peligro en la que se encuentre una persona indefensa.                                                 

          El arte del viento vence a la fuerza bruta

          Bunchiqui visitaba Naha durante la época de trasiego comercial cuando muchos barcos anclaban en el puerto y los malecones hervían de actividad. Deambulaba sin rumbo fijo entre los marineros recién desembarcados.  Entraba y salía, como todo el mundo, por los numerosos bares que eran muy frecuentes en esa zona cercana al puerto considerada desenfadada y alegre.

          Un griterío llamó su atención al otro lado de la calle. Los curiosos, igual que él, se acercaban para ver qué pasaba mientras un círculo se iba formando alrededor del acontecimiento. En el centro, un viejo lugareño discutía con un grupo de rudos marineros extranjeros.

          Se puso de puntillas sobre las cabezas de la multitud, y vio a aquel pequeño hombre siendo empujado y evidentemente violentado por un gran marinero portugués que mostraba una poblada barba negra y un enorme aro colgando de una oreja. Otra persona, que parecía hablar la lengua del extranjero, intercedía a favor del viejo, el cual no decía ni una palabra para defender sus argumentos. El gigante hacia oídos sordos al defensor y no paraba de empujar al viejo contra la gente que cobardemente le rechazaba a empellones mandándole de vuelta. Huehara miró durante unos minutos el acontecimiento y cuando se percató de que no tenía aspectos de solucionarse el problema e incluso que iba a peor decidió entrar en el centro del círculo.

 Preguntó al que estaba intercediendo por el viejo: “¿Qué pasa, por qué este marinero empuja al viejo?

          “Está enfadado porque el viejo, que es prestamista, no le quiere dar más crédito para comprar bebidas y chicas”, contestó el intérprete. “Estuvo aquí hace tres meses, dejó una gran deuda y prometió que la pagaría al volver a Naha. Todavía no la ha pagado y ahora quiere más crédito. El viejo se ha enfadado y le ha rechazado la nueva petición”.

          “Dile al marinero”, dijo Bunchiqui apuntando con el dedo al gigante, “que no es bien recibido aquí, y que sería sabio por parte de él y de sus compañeros si se fueran al barco a dormir para no causar más problemas”.

          Mientras decía esto al traductor, los colegas del marinero se iban poniendo más y más nerviosos, pues no sabían de que se trataba la conversación, pero se daban cuenta de que la gente se reía.

          Cuando el tembloroso traductor relató al portugués el mensaje, éste se encolerizó más aún, mientras sus compañeros estallaban en sonoras risotadas.

          El enorme portugués agarró a Huehara por la muñeca e intentó lanzarle contra la gente que les rodeaba, como hiciera antes con el viejo, pero para su sorpresa, el nuevo personaje se escurrió de la presa de mano con facilidad y después, desde una posición estable, le miró fijamente a los ojos. Sorprendido por el color claro de sus ojos, el portugués confundió a Huehara con un europeo.  Le gritó:

          “¿Qué haces vestido con ropas de okinawense? ¿Cómo te atreves a interrumpir nuestra diversión? Deberías estar de nuestro lado y no en contra.”

          La multitud comenzó a murmurar y a moverse nerviosamente sintiendo como una inevitable pelea se aproximaba.

          Huehara, escuchó con tranquilidad lo que comunicaba el intérprete y volvió a repetir lo que dijo antes:

          “Diles que se vuelvan al barco en paz”. Su enfado, que normalmente guardaba muy bien, comenzaba a hacerse notar.

          Entonces, alguien salió de entre la multitud levantó las manos haciendo signos de calma, y dijo:

          “Soy el capitán del barco. ¿Por qué no lo resolvéis entre vosotros? Pereira estaría encantado de hacer un reto. El vencedor gana todo. Si Pereira pierde, pagará todas sus deudas y los daños ocasionados. Si tú pierdes, Pereira no debe nada y todo queda zanjado.”

          “De acuerdo”, contestó Huehara aceptando el primer reto de su vida, y se volvió hacia Pereira. El barbudo hombretón miró con malicia a sus colegas, guiñó un ojo a su capitán y, como una antelación a su victoria, sonrió petulante a unas chicas que estaban mirando desde la puerta de una casa. Pereira entonces, se remangó la camisa y, sin más, se abalanzó contra Huehara moviendo los brazos como las aspas de un molino.

          Este tipo era conocido como “el terror de Lorenço Marques”. Su reputación era tan grande que cuando los niños lloraban en aquellos pueblos de las costas de África, las madres les asustaban para calmarlos diciéndoles; “Shh… No grites o Pereira te oirá y vendrá por ti.”

Todo el mundo sabía que este hombre había dejado muchos huesos rotos entre Lisboa y Macao. Pronto tendría una nueva oportunidad para demostrar su machismo y engordar la suma de la cuenta de sus victorias. 

          Mientras Pereira movía las extremidades frenéticamente con la obvia intención de despistar a su oponente antes de lanzar el golpe definitivo, Huehara le golpeó el codo del brazo izquierdo por la parte interior cuando este bajaba a toda velocidad. Era un golpe con el borde superior del canto de la mano (haito) y, agarrando entonces el antebrazo, giró su cuerpo lanzando a Pereira contra la gente.

          Como sucediera antes con el viejo, ahora el empujado de vuelta hacia su retador era Pereira. Se sentía confundido y ofendido. Sus ojos se enrojecieron de ira y entonces decidió cambiar de táctica: dar vueltas alrededor del okinawense. “Seguramente me habré tropezado”, pensaba pues todo había sucedido tan rápido que ni se dio cuenta de lo que había hecho su oponente.

          De nuevo atacó. Esta vez lo hizo con el puño izquierdo, lanzándolo todo lo fuerte que pudo. Pero Huehara otra vez ya estaba fuera de su alcance. Otro ataque con la derecha y solo encontró aire. Otra combinación de golpes y aquel okinawense, con simples movimientos de la cintura, esquivaba todos los ataques.

          Pereira paró un instante, bajó los brazos e incitó a Huehara a acercarse. Este le miraba con expresión hierática sin hacer un solo movimiento con el cuerpo. El portugués se dirigió entonces al publico diciéndoles; “Vaya cobarde defensor tenéis aquí, ¿no hay nadie que valga más?

          La gente se reía y aseveraba con movimientos de cabeza. Movían las manos como el vuelo de las mariposas para hacer apuestas. La duda no se centraba por quién ganaría la pelea, sino cuanto tiempo tardaría Pereira en ganar al campesino okinawense. Todos daban por segura la victoria del extranjero y aunque el nativo era un lugareño, el dinero era el dinero y ésta era una buena oportunidad para ganar algo.

          Mientras Pereira hacía gestos con sus manos, como diciendo: “ven, ven”, Huehara simplemente esperaba y sonreía. Los marineros comenzaban a perder la paciencia y gritaban; “Vamos, bastardo. Lucha, maldita sea. Lucha.” Pero él seguía sin inmutarse.

           Pereira perdió la paciencia, y se lanzó a tumba abierta tirando todo tipo de puñetazos. Huehara se apartó a un lado y le lanzó una patada con gran precisión a la muñeca derecha. De repente, el portugués notó que no podía abrir y cerrar la mano impactada y que apenas le respondía el brazo izquierdo. El primer golpe iba haciendo efecto poco a poco y se percató de que tampoco podía mover bien el brazo izquierdo, ¡se estaba quedando desarmado!

          Se dio entonces perfecta cuenta de que estaba en esta ocasión delante de “algo” diferente. Decidió nuevamente cambiar de táctica. Comenzó a hacer semicírculos en abanico, con la intención de encerrar a su oponente contra la gente, como lo haría un boxeador. Él se sabía experto ganador en muchos combates callejeros y aplicaría su más contundente ataque: “el beso danés”.

          Poco a poco, mientras “fintaba” de lado a lado, veía cómo la distancia del okinawense a la gente iba disminuyendo. Pensaba: “Ahora llega mi oportunidad, ya no puede retroceder ni escapar por un lado”.

           Llegó el momento. No había más espacio para huir. Con las pocas  fuerzas que le quedaban en los brazos, ésta era su última oportunidad. Le consiguió agarrar por las solapas y pensó: “¡Por fin te tengo!”. Aplicó un  terrible cabezazo  directamente a la nariz del que creía su acorralada presa. Era su golpe de gracia definitivo.

          Un marinero gritó: “¡Ya esta! En Singapur, Pereira dejó fuera de combate al campeón hindú de lucha con su “beso danés”.

          El grupo portugués vociferó cuando vieron caer de lado al okinawense, pero no oyeron ningún ruido de hueso roto.  Inmediatamente, vieron volar a Pereira por el aire. Huehara le había aplicado un yoko- sutemi (golpe lateral a las costillas) en el mismo instante que Pereira le había agarrado por la solapa. El sincronismo fue realizado con tanta precisión que el portugués hubiera jurado oír el chasquido de la nariz rota de su oponente. Lo que en realidad oyó fue el crujir de sus costillas y el golpe de su cabeza contra el suelo. Tampoco pudo contar como se produjo el movimiento que hizo el okinawense el cual acabó encima de él mientras le impactaba con su codo la sien derecha (empi uchi).

 El gigante barbudo quedó en el suelo inconsciente. Los marineros no podían hablar ni realizar ningún movimiento solo mostraban las bocas y los ojos bien abiertos como si hubieran visto un fantasma aterrador.

Se acercó entonces el capitán en medio de un gran silencio y dirigiéndose a Huehara, le dijo: “Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo hubiera creído. No sé cómo pudiste hacer lo que has hecho, pero por lo que a mí me concierne, he visto algo mágico”. Miró entonces a Pereira y dijo; “¿ésta muerto?”.

          Huehara se arrodilló al lado del hombre y le aplicó katsu (técnicas de recuperación orientales consistentes en masajes aplicados en puntos vitales). Finalmente, Pereira abrió los ojos y preguntó: “¿Qué ha pasado?” Se incorporó con movimientos torpes, listo para pelear otra vez en cuanto vio a Huehara, pero el capitán intervino: “Es suficiente. Has sido vencido por un luchador muy raro. Vamos al barco como hemos prometido”. Uno a uno, todos los hombres se fueron hablando en voz baja y Pereira era transportado con la ayuda de dos.

          La noticia corrió por toda la ciudad como un reguero de pólvora. La gente se arremolinaba en el sitio donde tuvo lugar el enfrentamiento. En realidad, lo que querían era ver de nuevo a Huehara y hacer un héroe de él. Ser amigo de alguien así era muy importante por entonces.

          Itoman Huehara, desapareció con el mismo sigilo con que lo hace la brisa del mar a la hora del crepúsculo. Nadie supo donde estuvo durante una larga temporada.

          La historia es vaga acerca de adónde dirigió sus pasos con posterioridad a estos hechos, y más misterioso fue no saberse nunca qué sistema de lucha utilizaba, o quién fue su maestro.

          Las historias de Itoman Huehara han llegado hasta nuestros días de boca en boca. La imaginación del pueblo puede haber dilatado estos episodios, pero la realidad a veces es más fantasiosa que la ficción y lo que está fuera de toda duda es que Itoman Huehara sí existió pues sigue vivo en la mente de todo practicante de artes marciales, aunque nunca naciera. Cuando un practicante, buscador de la auténtica verdad, se encuentra ante una afrenta, tiene tres posibilidades: pelear, huir o esquivar. La primera es muy fácil y siempre dejará una oscura estela de odio, resentimiento y ego frustrado o, peor aún, ego soberbio y victorioso. Huir es fácil y es un gran ejercicio espiritual, pero un duro golpe a la autoestima. Por fin, el arte de la esquiva, es el más noble e incluso eficaz, pues igual que las hojas de un árbol dejan pasar el viento más tormentoso y recuperan después su posición original, igual sucede con los acontecimientos violentos; si estos no encuentran donde agarrarse seguirán su trayectoria hasta desvanecerse por si mismo. Esta es la enseñanza del humilde Itoman Huehara.

          El puente que le hizo famoso sigue allí y se puede visitar todavía inspirando “esa” añoranza que altera el latir del corazón de las personas sensibles y románticas.   Igual sucede con las hazañas de Itoman, cuando hacen explotar el corazón de los que escuchan estas historias sentados en el suelo a la luz de la chimenea y encima de las rodillas del abuelo que también es un viejo karateka.

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COMO LA LLUVIA PENETRA EN UNA CASA CON MAL TEJADO, ASÍ EL DESEO DE LA GLORIA PENETRA EN EL CORAZÓN DEL SER  MAL ENTRENADO.

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Por, Sensei Gustavo A. Reque