Durante los años siguientes desde que el Maestro Karate-Sakugawa le nombrara su sucesor de por vida, un honor que se denominaba; Menkyo-kaiden, lo cual implicaba la aceptación completa de los principios éticos y morales del maestro, así como la promesa de transmitir a las generaciones futuras ese legado, Matsumura se distinguió por numerosos servicios al rey de Okinawa que por entonces era Sho-kon. Su valor y acciones heroicas hicieron que la buena fama y reputación de Matsumura llegara a todos los rincones de las islas en muy poco tiempo. También se hablaba de él en China y en el propio Tokio, donde el gobierno nipón mantenía “secuestrada” por motivos políticos a la familia real. Matsumura era un héroe nacional okinawense reconocido por todos, un valor a tener en cuenta que contribuía grandemente a la integración del orgullo nacional tan necesario en aquellos tiempos de control chino y de sumisión al Japón.

               En ese estado de circunstancias socio-políticas, el rey decidió nombrarle BUSHI, que era por entonces el más alto título oficial que se concedía.  Llamarle SAMURAI para el resto de su vida implicaba no sólo una gran responsabilidad hacia si mismo – cada gesto y cada acto que hiciera desde ese momento deberían medirse cuidadosamente, sino un gran honor y trato especial para él y toda su familia: esto significaba entrar en la categoría de la nobleza que era por aquel entonces el más alto estatus social. La palabra BU significa guerra, SHI significa “hombre cultivado”. El concepto que se tenía de un samurai era el de; un guerrero culto al servicio del rey por el que debía dar su vida en el campo de batalla sin dudarlo un instante. Entre las estrictas reglas de los bushi existía una que era lo más dramático y extremo que se le puede exigir a un servidor – quitarse la vida (sapokku; el llamado harakiri en occidente) en el caso de la muerte de su señor.  En la vieja Europa, el equivalente sería el caballero medieval al servicio de su rey que era una clase social que en el siglo XVIII ya había desaparecido, el siglo en el que vivió Matsumura, desde hacía mucho tiempo.

                Pero, levantemos la alfombra del tiempo y veamos cómo se produjo uno de los episodios anecdóticos que marcaron la imagen del maestro Matsumura de por vida y que nos enseña como la heroicidad no siempre está relacionada con la fuerza o la bravura, sino también, y quizás mejor, con la inteligencia y la previsión.

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               Corría el año 1840, estando Matsumura en la plenitud de su juventud con treinta años de edad, cuando un incidente que pasó a la historia como un modelo de astucia demostró que ser pícaro es mejor que ser fuerte. Esta historia valió para que, posteriormente muchos guerreros salvaran su vida cuando se enfrentaban a muerte por impulsos pasionales sin importancia. En aquellos   tiempos en los que la ausencia de la ley y los abusos sociales eran normales, los retos a muerte por motivos intrascendentes eran muy frecuentes no sólo entre los ciudadanos sino también entre las clases nobles samurais. Matsumura que era un maestro en la utilización de las artimañas de la guerra demostró durante toda su vida el concepto, que posteriormente fue el corazón de la filosofía del karate, que dice:

               “La mejor batalla es la que no ha empezado y en el caso de no poder evitarse solo con los preparativos iniciales ya se debe vencer”.

   Como veremos a continuación, dejó una gran escuela que ha perdurado hasta nuestros días. 

               El rey Sho-kon era un mandatario que no podía controlar las intrigas de palacio − la corrupción corría a manos llenas como el dinero que se repartían las clases altas −. Un pequeño grupo de subordinados bien relacionados entre ellos, consiguieron que un bienintencionado rey acabara teniendo una pobre capacidad de mando.

               Se subieron los impuestos, lo cual produjo en el pueblo una gran cólera contra los mandatarios y para minimizar esta circunstancia y evitar tumultos populares, al rey Sho-kon se le ocurrió inventar un festival que tuvo una gran repercusión en todo el país: un festival de toros y de artes marciales juntos. Este festival, con el paso tiempo, se transformó en uno de los acontecimientos más importantes de Okinawa durante muchos años el cual todavía perdura en nuestros días. 

               El rey había recibido como regalo por parte del Emperador de la China un enorme toro. Astutamente, pensó que, si enfrentaba este toro contra el mejor artista marcial okinawense, el pueblo se sentiría muy satisfecho por este hecho y olvidaría la reciente subida de impuestos. La sagaz técnica del despiste embrutecedor e hipnótico que lleva implícito los grandes espectáculos, siempre ha sido puesta en práctica por cualquier mandatario que quiera “despistar” la mente de su ciudadanía. Desde los juegos olímpicos griegos y los circos romanos hasta la actualidad con los estadios de fútbol, esta estratagema sigue vigente.

                   La propaganda del combate corrió como la pólvora entre todas las islas creando una gran excitación. La gente olvidó sus problemas y discutían acaloradamente haciendo apuestas sobre quién ganaría:  Matsumura o el toro chino. El enfrentamiento se celebraría en el barrio de Aizo-Shuri. Y aunque muchos de los lectores no lo crean, esto es rigurosamente histórico. Naturalmente el elegido para representar la fortaleza y coraje okinawense, no podía ser otro que Matsumura.

               Aún a pesar del decreto real, Matsumura decidió no correr riesgos. Era un hombre muy astuto y no estaba dispuesto a perder la vida si era posible. El “decreto” impuesto por el rey, le colocaba en una posición extremadamente arriesgada. No podía decir que no a un rey y a toda una población que creía en él como un ser todopoderoso. Los ídolos, para aquellos campesinos y pescadores analfabetos, eran los únicos motivos para sentirse orgullosos de ser okinawenses.  Ideó entonces un plan que salvaría el honor del rey, la dignidad del pueblo okinawense, la suya propia y, sobre todo, ¡su vida!

               Un día se dirigió secretamente al lugar del palacio donde se encontraban los establos reales y, silenciosamente, tomó el camino hacia a la casa del guarda.

                El hombre quedó sin palabras cuando vio a Matsumura entrar por la puerta de su choza. Tuvo que agachar la cabeza, pues casi no cabía por la altura y el ancho de sus hombros. Aquel humilde hombre consideraba a Matsumura como a un dios vivo. No se atrevía a mirarle a los ojos, su respiración se entrecortaba y su boca permanecía abierta por el pasmo mientras permanecía con el tronco y la cabeza inclinados hasta la cintura en la más humilde sumisión.

               “¿Puedo ver el toro?”, preguntó Matsumura, haciendo un gesto con la mano para que el hombre se relajara.

               “Cualquier cosa que su excelencia pida”, respondió torpemente el guarda de los establos mostrando una actitud de total subordinación igual a la que expresaría si del propio rey se tratara y, comenzó a andar con pasos rápidos y cortos hacia las cuadras.

               Una vez dentro del recinto, Matsumura le dijo solemnemente: “Necesito meditar al lado del animal. Podría dejarme solo con él, y por favor, no mencione a nadie que he venido pues esto me alteraría mucho”. Dicho esto, el hombre se retiró, cerró la puerta y esperó fuera vigilando que nadie molestara el silencio meditativo del Maestro…

               Este proceso se repitió durante unos cuantos días seguidos hasta que Matsumura estuvo plenamente satisfecho de su misteriosa meditación.

               El gran día llegó, la gente llenó el recinto completamente. Venían de todas las islas e incluso de China y de Japón. El aire estaba lleno de satisfacción, incertidumbre y felicidad. Los okinawenses, grandes apostadores por tradición, jugaron fuertes cantidades de dinero a favor de Matsumura mientras que los japoneses y los chinos, naturalmente, en contra. ¡Quién podría vencer a un enorme toro chino!

               El propio rey, en el palco de honor no cabía de satisfacción en su sillón.  Por fin, apareció el toro trotando y resoplando con fuerza. Levantó no solo una gran polvareda de arena sino a todos los espectadores de sus asientos que gritaban como si el diablo se hubiera aparecido furioso. Era realmente el toro más magnífico que se había visto hasta entonces. Impresionante. Se vio como el rey fruncía el ceño. Seguramente pensó que ningún ser humano podría vencer a aquel enorme animal, que si era vencido Matsumura quedaría en el peor de los ridículos y lo peor, que el pueblo recordaría la odiosa subida de impuestos y, mucho peor aún, ¡perderían el dinero de las apuestas contra los chinos y los japoneses! ¿Cómo quedaría el orgullo nacional okinawense? Estaba seguro que no saldría vivo de esa plaza. El sudor corría profusamente haciendo que su cara brillara como una máscara de hielo. “¿Me habré pasado con está idea del toro?”, pensaba aterrado al ver la enorme potencia y agresividad del toro chino.

               Sí. El rey Sho-kon, tenía razones para estar preocupado.

               Cuando Matsumura salió a la arena, un denso silencio cubrió el lugar. Allí estaba aquel hombre vestido con la armadura ceremonial de samurai caminando lentamente hacia el centro del recinto. Su hermosa armadura hecha de trenzado de oro y paja brillaba al sol esplendorosa. El rostro, permanecía misteriosamente oculto bajo la sombra que proyectaba la sombra del impresionante casco alado guerrero, y se iluminada de abajo arriba por los centelleos áureos que su coraza negra con remaches de oro reflejaba. Matsumura más parecía un demonio que un hombre. No llevaba tampoco arma alguna, lo cual desconcertó todavía más al aterrorizado público.  ¿Cómo podría Matsumura entablar pelea contra una bestia tan imponente solo con las manos vacías? se preguntaba aterrada la gente.

               El toro descubrió a su enemigo parado en el centro de la arena. Resopló. Escarbó con las patas delanteras, como preparándose para realizar su definitiva y mortal embestida, y de repente inició una carrera frenética lanzando su imponente fuerza bruta hacia la indefensa víctima.

               La potencia del animal contrastaba con la sutil prestancia del guerrero que impávido le esperaba de frente.

               Ojos abiertos, muecas de espanto, manos tapando las orejas, gritos de angustia, todo tipo de manifestaciones de horror se produjeron en las gradas durante esos dramáticos segundos.

               Entonces Matsumura, impasible, levantó un dedo apuntando hacia el animal y éste… ¡FRENÓ EN SECO!, e hincando los cuernos en el suelo, dio una voltereta sobre su cuerpo y cayó sobre la arena produciendo un estruendoso sonido seco, como cuando una roca cae sobre la superficie hueca de un volcán apagado.

                La polvareda ocultó durante unos larguísimos instantes a ambos. Nadie podía ver qué había pasado. La gente apretaba los dientes y se agarraban crispadamente unos a otros mientras la densa nube de polvo se disipaba lentamente y aquellas dos sombras de color ocre recuperaban su aspecto original.  

               Matsumura no hizo ningún otro movimiento. Mantuvo su gesto estatuario, mientras el toro se levantaba torpemente de entre la espesura del polvo y salía huyendo al trote en dirección contraria. Hasta que no abrieron la puerta de entrada y se marchó corriendo por ella, cada vez que el esplendido samurai se le acercaba, huía despavorido en dirección contraria.

               El público estalló en un griterío ensordecedor. Nadie había jamás visto u oído un lance semejante. El rey no podía hablar. ¿Cómo pudo ese hombre, sin tocar siquiera al toro, vencerle de esa manera tan limpia? La consternación y la alegría eran infinitas, la gente lloraba y se abrazaban unos a otros felicitándose por lo que acaban de ver. Sabían que algo así no lo volverían a ver nunca más.

               Cuando por fin, el rey pudo recuperar el habla, después de secarse el sudor y beber un vaso de agua, anunció a la multitud: “Hoy, Matsumura es nombrado por decreto real bushi, en reconocimiento a sus extraordinarias habilidades en las Artes Marciales”.

               Desde entonces, Sokon Matsumura llevo el nombre y título real de BUSHI y entró en la historia como un dios de las Artes Marciales, o…quizás…más bien como un demonio.

               ¿Qué había sucedido en aquel misterioso establo cuando Matsumura meditaba delante del toro? Os estaréis preguntando.

               Este misterio solo fue descubierto una vez fallecido el Bushi, cuando se descubrieron las notas que había guardado celosamente durante toda su vida.

               Retrocedamos en el tiempo. Cuando el guarda hubo marchado. Matsomura ató bien fuerte al animal para que no pudiera moverse lo más mínimo. Entonces sacó un largo estilete con una afilada y peligrosa punta y dirigiendo ésta con el brazo extendido, la hincó repetidamente en el morro del toro. Esta operación la repitió todas las veces que visitó el establo para hacer “meditación” y así consiguió crear un reflejo condicionado de pavor cada vez que le veía alargar el brazo hacía él. El resultado de este sagaz entrenamiento no pudo ser más eficaz. Con solo extender un brazo el toro creía que le iban a pinchar en su zona más sensible y entraba en pánico. Por suerte eso sucedió exactamente así.

               El rey recuperó su honor, el pueblo okinawense su orgullo patrio, los campesinos ganaron dinero en las apuestas contra los extranjeros, Matsumura no murió en un lance absurdo y fue condecorado como Bushi. El misterio de la frase que repetía frecuentemente el maestro durante su vida se resolvió por fin:

 “LA ASTUCIA ES MÁS FUERTE QUE LA FUERZA BRUTA”.