Una de las peores epidemias que está sufriendo la sociedad moderna es la falta de empatía. La RAE la define como “la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”. El problema se presenta cuando no sabemos ni identificarnos ni observar los sentimientos. Esto se aprende en la infancia, pero parece que muchos padres se han limitado a ser progenitores y no educadores (especialmente durante la adolescencia); los comportamientos cómo resultado de la “mala educación” recibida en el seno familiar brillan por su abundancia.
El karate-do y el olimpismo-do, como describí en el anterior artículo tienen un enorme potencial para inducir la “buena educación” a través del entrenamiento de la empatía. El técnico, monitor o profesor de karate-do, yo prefiero denominarlo, maestro (en el karate-do, SENSEI, por lo de la tradición), tiene una enorme posibilidad para transferir valores positivos educacionales.

Saber OBSERVAR es lo primero que debe desarrollar el maestro, es decir; escuchar por medio de la observación lo que dice el lenguaje corporal del alumno, e incidir constantemente en frases como “siente el movimiento”. Los logros y experiencias personales deben quedar en segundo plano; al alumno le interesa poco lo grande que eres. Las palabras durante una clase de karate-do se deben retener para el final de la sesión cuando el maestro, antes de los saludos protocolarios, dice: ¡preguntas!

NO HACER JUICIOS. Recuerdo las magistrales lecciones del profesor J.M. Cagigal cuando hace 45 años nos decía en el INEF, “observa todo lo que haga el alumno, aplaude lo bien hecho, ignora los fallos y corrige con gestos, sin hablar”. La palabra en la educación física, debe respetar las emociones y sentimientos sin valorar ni opinar. La palabra debe utilizarse en la alta tecnificación, no en la educación física.

El alumno debe sentirse importante y escuchado. Para ello, el maestro debe respetar un CICLO DE TURNOS de tal manera que durante la clase cada uno de los alumnos haya sentido la observación positiva del maestro. No se trata de halagar el ego del alumno, sino lograr que se sienta protegido y escuchado a través de la manifestación no verbal del cuerpo.

Reconocer en público los LOGROS INDIVIDUALES de cada alumno. Hasta el más torpe tiene alguna virtud y ésta deber ser mostrada. Aquellas antiguas creencias que rezaban, “hay que llevar los logros en silencio” es una falsa humildad para la que el ser humano no está construido. Recuerdo aquella máxima de O. Wilde, “no hay nada mejor que la soledad, siempre que haya después alguien a quién contársela…” Los silencios deterioran cualquier relación, incluso la que tenemos con nosotros mismos.