En la naturaleza, todo es perfecto, pero quizás sea la flor la que ha alcanzado el máximo grado de armonía y perfección, no solo es belleza en estado puro, sino que la energía que las motiva es la creatividad y ésta siempre es perfecta en la naturaleza. Por medio de la transformación de tres elementos tan dispares como la tierra, el agua y la luz ha logrado manifestar a los ojos del mundo la flor que es y no otra. La flor es la iluminación del mundo vegetal. La flor ha logrado el estado más natural que pueda existir: Ser ella misma, y para ello ha necesitado millones de años de evolución. Tiene el poder de traer al mundo algo del más allá y mostrarlo con todo su esplendor. Todo el universo y evidentemente nuestro mundo, está sometido a las leyes de la evolución, todo se transforma y busca un equilibrio perfecto que no encontraremos nunca en vida, pues el equilibrio perfecto es aquel en que no hay variación ninguna y esto sólo se consigue con la muerte. Que gran paradoja, que después de buscar durante toda la vida el equilibrio lo encontremos al final. Y así, la flor con sencilla maestría nos enseña todo el proceso de la creación en un corto espacio de tiempo. Nace, se desarrolla, se muestra esplendorosa y muere, como nosotros, pero con más humildad en el uso del tiempo.
El zen se origino por la inspiración de una flor. Se cuenta que Buda estaba dando un sermón silencioso cuando cogió una flor y levantándola la miró durante un buen rato. Nadie comprendió el significado del gesto hasta que uno de los presentes, el monje llamado Mahakasyapa, sonrió. Detrás de aquella sonrisa estaba la conciencia de la comprensión del momento: la humilde emoción de ser con ella, un instante. Buda sintió que la flor y él eran uno, el monje que él era unidad con la imagen de Buda y la flor. Todo es unidad. Así empezó la transmisión del zen. Todas las flores están iluminadas; son lo que son y están donde deben estar, no pueden ser lo que quieran ser o estar donde su deseo quiera estar, esto sería humano y, por fortuna, no lo son.
Igual que la flor ha necesitado millones de años de evolución para poder mostrar la belleza de su ser oculto -ser lo que se es en cada momento-, el ser humano también ha necesitado y necesitará miles de años aún para llegar a sentir «ser lo que es», que no debería ser otro que su estado natural. La planta tiene una inteligencia biológica igual que la del ser humano que ha desarrollado a través de la evolución, pero no tiene libre albedrío. El ser humano sí. Es precisamente esta preciosa y exclusiva cualidad del ser humano la que dificulta estar en su estado natural que no puede ser otro que el estado de iluminación: ser lo que eres y ser consciente de ello.
Hagamos un poco de ciencia ficción. Supongamos que el mundo vegetal tuviera mente y ésta produjera los pensamientos propios de los seres humanos:
En un parterre del jardín se encuentran conviviendo una hilera de geranios y otra de claveles.
«Oye, clavel». Le dice una flor a otra congénere. «Has visto la pinta que tienen los geranios. Creo que el jardinero les está echando más agua que a nosotros».
«Eso no lo podemos consentir», contesta el otro clavel. «Voy a hablar con mis amigos los pulgones para que se coman los brotes de esos presumidos».
Mientras tanto el peludo y carnoso geranio toma el sol ajeno a las maquinaciones de los claveles.
Un buen día el geranio nota un escozor en su tallo y observa con horror como unos picudos bichos se comen la parte más jugosa de su tallo.
«¡Qué horror!, piensa el geranio. «Tengo que hacer algo para acabar con este enemigo. Llamare al jardinero».
«¡Eh, jardinero, mire lo que le está pasando a mis jóvenes brotes, se los están comiendo unos pulgones enemigos!». Pero el jardinero, que habla otro idioma, no le entiende y solo ve a los hambrientos pulgones otro día y por casualidad.
«¡Vaya!», piensa el jardinero, «parece que las flores están tristes, tengo que matar a los pulgones».
Para acabar con la plaga de pulgones, decide aplicar un insecticida poderoso, pero como la plaga parece muy grande, lo aplica también sobre los vecinos claveles.
«¡No a nosotros no, que no tenemos pulgones!, gritaban los claveles, pero como el idioma del jardinero era el de los humanos, tampoco les entendió.
Al cabo de poco tiempo no quedaba ningún pulgón atacando a los brotes de los geranios, pero tampoco quedó ninguna planta viva. Todas murieron asfixiadas por el poderoso veneno que aplicó el drástico humano. Los celos, la separación y la incomunicación han vencido no sólo a la vida biológica, sino también a la vida de cada momento.
La mente está produciendo constantemente sensaciones de insatisfacción, comparaciones, quejas y todo tipo de identificaciones con otras cosas. Todo ese marasmo acaba formando lo que llamamos «personalidad», también llamada «yo» o «ego». La interacción de unas personalidades con otras, e incluso consigo mismas, acaba por provocar tal confusión que cada personalidad se pierde en el conjunto y no es capaz de discernir que está sucediendo en cada momento y en consecuencia cómo hay que actuar convenientemente. Todo sucede muy rápido y no se crea el espacio de tiempo necesario para que la conciencia comprenda lo que está sucediendo en cada momento. El tiempo pasa y lo vivimos escondidos en el ego esperando que alguna vez encontremos algo que nos solucione la «enfermedad» de la inconsciencia. Acabamos por descubrir, al cabo de muchos años, casi siempre al final de la vida, que deberías haber actuado de otra manera, de una manera más consciente, pero ya es demasiado tarde y no queda tiempo. «Cuando creía que aprendía a vivir, aprendía a morir» (Leonardo da Vinci).
Cuando creamos en el estado de «ser conscientes del momento que se está viviendo», lo cual implica atención quieta y estado de alerta, veremos como comienzan a aparecer sensaciones, no nuevas, sino olvidadas, que son manifestaciones de la vida misma -que es lo único que merece la pena ser vivido. Comienzas a vivir el espíritu que vive dentro de ti y reconoces que es el mismo espíritu que anima a cualquier otro ser viviente. En el zen se dice: Todo es uno. Lo demás es identificación con las formas físicas o con los pensamientos. Somos un Ser que está envuelto y oculto por la forma física y la mente; pero no una mente y un cuerpo envuelto por el Ser. Por eso estamos tan confusos, creemos ser nuestro cuerpo y nuestra mente sin darnos cuenta que estos son solamente instrumentos que deben estar al servicio del Ser.
La flor, las piedras preciosas o los cachorros de animales, son formas que están muy cerca del estado de Ser; la flor y las piedras preciosas porque ya Son; y los cachorros porque acaban de llegar del Ser -todavía no están totalmente materializados. Son frágiles, delicados, a través de ellos brilla la inocencia, una belleza y dulzura que no son de este mundo -por eso gustan hasta a las personas más insensibles pues ven en ellos reflejos del Ser que han olvidado.
Desde un estado de alerta, contempla mentalmente una flor, una gema o un cachorro sin nombrarlo mentalmente. Son puertas interiores que nos permiten vislumbrar durante unos momentos el reino del Ser. Este es el inicio del despertar espiritual que nos conduce hacía el Ser humano consciente: Sé lo que eres, pero sé consciente de ello. Como la flor.