Si en alguna ocasión vas de visita a okinawa, y algún imposible te lleva a un pequeño pueblo llamado Gushikawa, no puedes perder la ocasión de visitar “el árbol mellado”. Este pino todavía se mantiene recto y orgulloso resistiendo el paso del tiempo. También permanece imperturbable en la memoria los lugareños de lo que sucedió allí un verano del 1895: en un costado del tronco se aprecia una herida seca con bordes engrosados que tiene una altura de más de dos metros y un ancho de dos palmos.

  Un pino gris, de agrietada y vasta corteza, plantado en una esquina cualquiera que más molesta que adorna, encierra en su historia una colorida leyenda que ha alimentado la fantasía de muchos añorantes de pasados gloriosos. Una mella en la corteza de un árbol no tiene ninguna importancia, pero la historia, que ha durado más de cien años, sí. Y ahora te la voy a contar.

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    Las avellanas

                 Agena, cuyo mote era “Tairagwaa” (que se traduce por: uno que es pequeño y tranquilo), nació en el pequeño pueblo de Gushikawa en el año 1870. Era el hijo mayor de una familia de clase media alta, lo que le daba mucho tiempo libre pues no tenía que trabajar. Aún a pesar de no haber nacido en el seno de una familia noble o pertenecer a la clase samurái, título que era hereditario, este plebeyo gracias a su carácter cortés y disciplinado se había ganado por méritos propios el sobrenombre de bushi (guerrero samurai). Esta circunstancia era muy rara por aquellos tiempos, pues todavía quedaban restos muy arraigados en las costumbres del pueblo acerca de las rígidas jerarquías sociales. Se mantenía una escala de clases sociales denominada: shi-no-ko-sho (guerreros-campesinos-artesanos-comerciantes). Era prácticamente imposible que alguien proveniente de las clases bajas alcanzara el rango de samurai; sólo en alguna rara ocasión era posible por la adopción de un noble guerrero samurai y Agena pertenecía a la más baja:    la de los sho (comerciantes).

                A pesar de su escasa estatura, estaba obsesionado por la idea de llegar a ser un gran karateka, algo impropio para los de su clase, y así conseguir transformar sus “manos en hierro y sus dedos en acero.”

                Un comerciante chino llamado Sun Li, que visitaba el pueblo con frecuencia, se ofreció gentilmente para darle clases de artes marciales con una única condición: total obediencia a sus instrucciones. Agena, que por naturaleza era especialmente tenaz en todas las actividades que emprendiera, no dudó en aceptar gustoso el ofrecimiento y empezaron las clases…

                Como podrá comprender el lector, el “programa de estudios” que propuso el maestro chino era muy diferente al que estaba acostumbrado un okinawense. Cientos de años de tradición habían desarrollado un sistema de lucha muy eficaz, pero no era ningún regalo, todo lo contrario: era el resultado de muchas horas, semanas y años de duro entrenamiento y disciplina.

                En China, los viejos maestros de kung fu siempre han tenido muy pocos alumnos. Ser admitido por una escuela o por un maestro no era cosa fácil como lo es en la actualidad. No era suficiente con ingresar, pagar y entrenarse. El candidato a artista marcial tenía que ser presentado por alguien bien conocido por el profesor y demostrar desde el principio un gran espíritu de entrega ciega y capacidad de obediencia sin límites.

                El novicio era sometido a un riguroso y extenuante periodo de práctica bajo la dirección de un alumno avanzado que disfrutaba de la total confianza del preceptor. Era obligado, durante los primeros tres años, ejercitarse exclusivamente en el mantenimiento de la posición mabu, conocida en Japón con el nombre de kiba-dachi (posición de montar a caballo). Al final de los tres primeros años, el alumno debía poder mantener esta posición durante seis horas al día. Para conseguirlo, se practicaba un entrenamiento progresivo consistente en seis horas al día; divididas en dos por la mañana, dos por la tarde y dos por la noche, siete días por semana. Después de este trienio, el alumno podía acceder a las técnicas de brazos. Y solamente si continuaba y mostraba entrega, lealtad y destreza en el estudio podía, finalmente, recibir las enseñanzas directas del maestro.

                La filosofía que alimentaba esta forma tan dura y lenta de entrenamiento se basaba en la tradición Confucioniana que rezaba así:

“Gota a gota se llena un vaso, con más tiempo un lago y con más tiempo un mar”.

  Efectivamente, todos los practicantes de artes marciales sabemos que la habilidad de las piernas es lo que más se tarda en aprender y son las que antes pierden el vigor.

                De esta manera, Agena levantó su “edificio” con unos poderosos pilares.

                Pasado los tres primeros duros y aburridos años, el maestro chino, cada vez que regresaba al pueblo de uno de sus largos viajes comerciales, añadía alguna variación al entrenamiento que nuestro amigo esperaba con enorme devoción, entre ellas: mientras se mantenía la posición del jinete, le hacía extender los brazos con unas pesadas argollas a modo de pulseras en las muñecas, o  desde la misma posición le hacía clavar los dedos, verticalmente extendidos, en cubos  primero judías, después lentejas, luego graba y finalmente, arena.  Por fin,   le hacía ponerse delante de una makiwara (tabla recubierta de paja trenzada) y golpearla con los nudillos durante horas. Con este entrenamiento los huesos de las manos se vuelven más duros debido a la alta concentración de calcio que estos acumulan. Unos puños entrenados de esta manera pueden adquirir la consistencia de mazas de piedra y este era el sueño que Agena había deseado desde niño: compensar su baja estatura con unas piernas como troncos de árbol y puños de acero.

  Debido a la persistencia de los golpes contra la madera recubierta de paja, la piel que cubría los nudillos engrosaba notablemente mostrando unos callos de aspecto feo y amenazador. Muchos karatekas paseaban orgullosos estos callos como símbolo de pertenecer a una “casta” diferente –la de los duros – pero esto no era muy inteligente pues los callos se rompían con frecuencia y la sangre corría innecesariamente. Por eso, el maestro chino les enseñó a acabar siempre las sesiones introduciendo las manos en un cuenco grande con aceite de sésamo y una mezcla de hiervas que el propio maestro preparaba con las que se aplicaba un masaje en los seiken (nudillos). Pasando el primer año, los nudillos apenas engrosaban ofreciendo un aspecto casi normal, al contrario de lo que sucedía con las manos de los karatekas que seguían el entrenamiento habitual okinawense que producía manos muy deformadas, como si tuvieran bolas implantadas por dentro de las articulaciones de los dedos.   

Al cabo de cinco años de mantener con absoluta sumisión   espartana este entrenamiento, el comerciante chino le dijo:

“Llegó la hora de mover el edificio. Ahora, mabu, pero andando”. Y, ¿en qué consistía “mabu, pero andando?” Pues en caminar en la posición de        montar a caballo, cuesta arriba, cuesta abajo, por la arena, por la hierba y hasta por caminos de piedra. Este sistema duro otros tres años.

Ocho años desde el inicio de “las clases”, repitiendo siempre casi lo mismo, no hicieron mella en el ánimo de Agena, al contrario, cada vez tenía más hambre de conocimiento y éste llegó una tarde de otoño cuando las almendras comienzan a caer con la corteza seca y abierta como los pétalos de una flor marchita.

Una tarde, el maestro vestido con su larga casulla de seda azul cerúleo con estampados de flores de almendro blanco, caminaba   orgulloso y brillante con una sonrisa que indicaba que algo iba a suceder. Llevó a su alumno al bosque de almendros y con un gesto amable y sutil le dijo: “Ábreme unas almendras, tengo hambre.”

Agena, se sintió confuso pues no tenía una tenaza para cumplir el deseo de su profesor. Contestó tímidamente: “Maestro, no tengo una herramienta y por aquí no hay piedras, espere un momento que voy corriendo a por unas tenazas”.

Ahora el chino reía abiertamente y entonces abriendo y cerrando la mano le dijo:

“Así, así.”

Agena, no comprendía lo que quería decir con ese gesto, pero como siempre lo había hecho antes obedeció. Cogió una avellana, la puso en el centro de la palma y repitió esa misma acción: cerró y abrió la mano…

Los ojos de Ajena, que casi se salen de las cuencas y la boca abierta de par en par, daban a su cara una expresión de gran asombro -¡la avellana se había roto limpiamente!, y allí  estaba la semilla lista para ser comida por su maestro.

Éste, con sumo cuidado, como si se tratara de coger a una mariposa por las alas, apartó las cáscaras.   Mientras se llevaba a la boca la semilla y con su eterna sonrisa dibujada en la cara, solicitó nuevamente: “más, más.”

Así, permanecieron Agena y su maestro toda la tarde hasta el ocaso, mientras el círculo de cáscaras aumentaba como el cráter de un volcán.

 Regresaron con el crepúsculo.  Ya en la cama, el chino pensaba: “no se sí fue una buena idea enseñar al muchacho okinawense a utilizar sus manos para abrir almendras”, pues los dolores de tripas no le dejaron dormir durante toda esa noche de frió otoño…y para ir a la letrina ¡había que cruzar todo el frío patio!

Como ya era rutina, el maestro se marchó de nuevo, pero antes de partir le dejó “deberes” para practicar. La ilusión del joven Agena, que por entonces ya había cumplido los veintidós años, era tener “manos de hierro y dedos de acero”, no iba mal encaminado, pero todavía le faltaba mucho para culminar sus aspiraciones. “Poco espera de sí mismo este muchacho si solo quiere tener las manos de hierro”, pensaba Sun li.

Con otro largo paseo, esta vez vestido con su más elegante túnica de seda rosa adornada con el estampado de un sol naciente –los chinos siempre se distinguían por su elegancia y presunción –, llevó a su alumno a lo más alto de una loma desde la que se divisaba el sombrío puerto.

Cada vez que Agena veía a Sun Li vestido tan coquetamente, sabía que algo importante sucedería. Todos sus sentidos estaban alertas esperando algún acontecimiento fuera de lo normal.

Las largas sombras de los mástiles apuntaban directamente a la línea del horizonte donde el sol se ocultaba entre un brillante caleidoscopio de colores amarillos, naranjas, rojos, violetas… El ambiente inspiraba una gran calma y paz.

      “¿Ves ese sol?”, comenzó a decir el maestro, “hace un momento no lo podías mirar directamente y ahora sí”. Paró un momento mientras cerraba lentamente los ojos y continuó: “el sol era fuego, ahora es belleza”.

 Permaneció así durante mucho tiempo hasta que las sombras lo inundaron todo. Agena, estaba perplejo, no comprendía el sentido de aquellos momentos; tanta quietud, tanto silencio, ¿qué tenían que ver con las artes marciales? Mientras el maestro permanecía estático sin hacer ningún movimiento, él no paraba de moverse, de rascarse la cabeza o de mirar para todos los lados con la esperanza de que algo pasara. Empezaba a sentirse por primera vez muy incómodo.

 Por fin, Sun Li volvió a hablar:

 “Ahora no hay colores, pero tú puedes verlos; ahora no hay calor, pero tú puedes sentirlo; ahora no hay sol, pero está dentro de ti, se llama ki.”

Agena, cada vez entendía menos. Entonces preguntó:

“¿Cómo voy a ver colores si es noche cerrada o sentir calor si hace frío? ¿Qué es el ki?”             

  El maestro abrió los ojos, le miró como se mira a un niño y comenzó a explicar.

  “Todo es ki, pero el hombre común solo lo experimenta cuando hace algo hacia afuera y cuando esto sucede apenas tiene control sobre lo que está haciendo.” Hizo una larga pausa y continuó:

 “La belleza de una puesta de sol no está en el paisaje, sino que está dentro de nosotros. El ocaso sólo es una llave que abre nuestros recuerdos para entrar en el ki de: “sentir la belleza”.

  Agena, se sentía cada vez más confundido; “¿cómo iba a estar la belleza dentro de ti si lo bonito es la puesta del sol en el horizonte?”

  Sun Li continuó impasible: “Tampoco el frío de la noche está fuera de ti, no; el frío lo sientes dentro de ti mismo.”

  “Pero, maestro, si hace frío fuera, tengo frío dentro; si es oscuro fuera, no veo los colores”, intentaba explicar con perplejidad Agena.

  Como el coqueto comerciante se daba cuenta de la dureza de la mente del joven, optó entonces por hacer comparaciones más simples y fáciles de entender, recordó que uno de sus maestros le había dicho hacía muchos, muchos años antes una frase que él entendió a la perfección:

 “Una persona no iniciada en el mundo del espíritu sólo entiende lo que ve.” Continuó:

  “¿Has oído hablar de ese liquido negro que se llama petróleo? Con él se consiguen mover máquinas que transportan a la gente e incluso aparatos que hacen carreteras. Todas estas cosas son muy buenas para el hombre, pero no se podría hacer nada si ese aceite negro no hubiera sido extraído de los mares subterráneos. Ese petróleo, es como el ki: es una energía que está muy profundamente encerrada dentro de cada uno de nosotros. Sólo por medio de un adecuado entrenamiento se puede extraer. Pero cuidado, esa energía mal utilizada puede causar grandes males, como el pus infecta de un organismo corrompido, pero bien usada puede hacer un gran bien. Todo depende de ti.”

  Agena, replicó: “Entonces lo importante es hacer cosas con esa energía”.

  Con gestos que mostraban la gran paciencia que poseía Sun Li, continuó:

“Sí, es muy importante hacer cosas útiles para relacionarnos con el medio ambiente, todos debemos hacerlas, pero esto también lo hacen los animales y las plantas. La gran maravilla del ser humano es que él ¡hace las cosas siendo consciente de lo que está haciendo. Los demás seres vivientes solo siguen las leyes de la supervivencia.”

  El joven comenzaba a ver una luz en su interior, pero todavía no comprendía en su totalidad las explicaciones del maestro.

  “Ki es comprender. Se alcanza el éxito de la existencia cuando   comprendes”, dijo solemnemente Sun Li, y resumió:

 “Tú eres cuando comprendes”. Y continuó:

       “Una piedra cuando cae, no sabe que está cayendo, un pájaro cuando vuela, no sabe que está volando, ambos solo están, pero no son”.

  “Pero maestro, ¿cómo voy a tener dedos de hierro y pies de acero, sólo comprendiendo el ki?”, preguntó confuso Agena.

  “El ser humano tiene tantos caminos para encontrar el ki como sendas tienen los destinos. Tú has elegido las artes marciales, que son una de las vías más duras. Para ello ya has formado tus cimientos que son los pies, has levantado las columnas con dos poderosas piernas y has transformado tus manos en eficaces herramientas. Ya tienes todo lo que hace falta para perforar y encontrar tu ki, igual que las perforadoras taladran la tierra hasta llegar al aceite negro.”

  “¿Qué debo hacer ahora para encontrar el ki?, preguntó el ansioso joven. “¿Si encuentro esa energía, entonces ya lo tendré todo y habré llegado al final de mi entrenamiento?”

  Volvió a sonreír Sun Li, mientras pensaba en las enseñanzas que su propio maestro le había inculcado hacía más de cincuenta años:

“Al niño hay que protegerle, al joven enseñarle prudencia, al mayor inteligencia y la sabiduría vendrá sola con la vejez”.

       “Lo verdaderamente importante del encuentro con el ki no es lo que puedas hacer con él, sinotodo lo que hayas sentido y vivido mientras llegabas a él. Este es el gran misterio: se es cuando se comprende, lo que se hace no es más que una anécdota en el camino, es ilusión.”

  Sun Li, volvió a hacer una pausa que en la oscuridad de la noche se hacía interminable y majestuosa al mismo tiempo. Agena, ansioso estaba a punto de conocer el gran secreto del ki: ¡Era consciente de que esto se produciría en ese momento y en ese instante, la madeja del “aquí y ahora” que tanto había oído hablar estaba a punto de desenredarse!

  Por fin, el sencillo comerciante chino acabo por preguntar:

“¿Qué crees que estoy haciendo yo ahora mismo?”

  Agena, contestó escuetamente como contestan los jóvenes:

“Explicarme dónde está el ki”.

  La sonrisa no se apartaba de la cara del maestro.

  “Yo ahora te estoy dando mi mejor ki, la energía del conocimiento verdadero e inmortal. Tus canales están abiertos, pues has trabajado mucho. Pronto sentirás una gran fuerza que parte desde dentro de tu ser y querrá expandirse. Esa energía es la misma que la mía, que la de todos los seres vivientes, la de todo lo creado y la que se mueve libremente por el cosmos. Todo esta hermanado y unido por la misma energía, y ésta se manifiesta con infinitas formas diferentes, de ahí la confusión: solo vemos las formas físicas y lo que éstas hacen, pero no podemos ver la energía. Ésta sólo se puede sentir con el corazón humano y por desgracia este es muy duro. Esa dureza se llama “ego”. Los pensamientos y los deseos alimentan ese ego que es el que te dice constantemente que quieres el puño de hierro, pero esto es muy poca cosa, lo importante es sentir cómo has materializado la energía en el puño de hierro y toda la vida que has sentido en ti mientras lo lograbas, eso es vivir la vida y lo único que merece la pena mientras estemos encarnados en esta forma de vida denominada: seres humanos.”

“Ahora comprendes por qué todos somos uno con la energía infinita y por qué los seres vivientes no somos más que simples canalizadores de esa voluntad imperecedera que llamamos ki.”

  Agena, estaba anonadado;

“La gran fuerza siempre había buscado estaba dentro de él mismo y era la misma que veía a su alrededor.”

  “Utiliza el ki para observar de ti mismo todo lo mejor que tengas y puedas llegar a ser un ser humano consciente en todo momento de tus actos. Algún día sentirás la necesidad de proyectar tu ki hacia otro ´Agena´ que encuentres en el camino de tu vida, y así la cadena seguirá hasta el final del tiempo de los seres humanos cuando todos vivan con consciencia y cada ser humano sea conciencia pura.”

  Se levantó entonces el maestro y dirigiendo sus pasos colina abajo desapareció en la oscuridad.

  El alumno quedó tan absorto en estos pensamientos que no se dio cuenta de que Sun Li se había marchado para siempre. Sólo era consciente de que acababa de nacer de nuevo y de que no se sentiría solo nunca más, pues estaba rodeado de vida por todos los sitos y era consciente de ello.  Estas sensaciones le acompañaron hasta su muerte, que se produjo a los 54 años en el 1924. 

  Agena, no volvió a saber nada de Sun Li –los verdaderos maestros enseñan a construir un puente, después lo destruyen para que tu lo vuelvas a levantar sólo – pero durante el resto de su vida fue consciente de que el ki de su maestro siempre estaba dentro de él y también en todas las cosas que percibiera con los cinco sentidos. El ki, es invisible, pero nos conecta a todos los seres de una manera sutil. Sólo unos pocos afortunados tenían acceso a “sentir” esa energía y a esta tarea le dedicó el resto de su vida:

“Enseñó a observar lo que hace el cuerpo, a sentir las emociones y a contemplar los pensamientos.”

  El enorme poder físico que desarrolló Agena, pasó a un segundo plano, y el “puño de hierro” que tanto había deseado desde la infancia, quedó como una anécdota. De vez en cuando, dejaba ver alguna manifestación de su ki solo para divertirse o para hacer algún bien social, pero nunca como un fin.  Y ahora, como mi ki sabe que estás deseando leer sobre uno de estos acontecimientos, te voy a contar alguno.

Okinawa, la técnica de golpear la makiwara con los puños y los píes, era el único sistema de entrenamiento para acondicionar las zonas del cuerpo destinadas a impactar: dedos, manos, codos, rodillas y pies.

            Durante muchos años hasta la llegada de la influencia China a

 era fácil reconocer a un practicante de karate por las callosidades que le recubrían   nudillos del dedo índice y del medio, que eran observadas por los profanos con algún temor mezclado con admiración o, por el contrario, con compasión.

Los maestros exhortaban a “hacer makiwara”, sin indicar nunca un programa preciso de estudio, dejándolo a la iniciativa personal.

Los maestros chinos, por el contrario, consideraban estas callosidades despreciables y primitivas, dignas de escarnio. Sabían que no solamente el aspecto externo era horrible, sino que podía producir daños permanentes, no sólo en las manos, sino en los órganos internos. La energía de ciertos meridianos transitaba por esas zonas y ésta era alterada (chi). Por estos motivos, en China, la makiwara se practicaba con mucho cuidado y poco.

         En China desde hacía cientos daños se conocía un sistema de entrenamiento de las manos y dedos recogido en el famoso texto “Yi Chin Ching” (Tratado sobre la transformación de los tendones). Este libro fue escrito por el monje budista hindú Bodhidharma durante su retiro voluntario de nueve años de aislamiento en una cueva cerca del monasterio de Shaolin. Bodhidharma. Conocido en China con el nombre de Ta Mo y en Japón Daruma Taishi, es considerado el fundador del Budismo Zen y del sistema de autodefensa conocido por el nombre de “Shaolin-su Ch´uan Fa” (La vía del puño del monasterio de Shaolin).

         Este método de combate debía servir a los monjes para defenderse de los ataques de los bandidos que infestaban los caminos, pero sobre todo debía servirles como práctica física completa, apta para fortalecer el cuerpo sometido a largos ejercicios de práctica meditativa.

         En el libro Yi Chin Ching, un capítulo entero está dedicado al arte de acondicionar la mano:

         “…Después del entrenamiento de las técnicas fundamentales, se reserva la energía para ejercitar las manos. El método consiste en sumergirlas primero en agua caliente y sucesivamente en agua todavía más caliente, casi hirviendo. Después de la inmersión, se sacuden velozmente las manos en el aire con la certeza de que el Chi las atravesará completamente hasta la punta de los dedos. Para reforzar los dedos, se utiliza el método de golpear repetidamente la misma cantidad de alubias verdes y negras mezcladas juntas en un recipiente. Entrenarse de la manera descrita proporcionará al practicante que se ejercita con regularidad y constancia unas manos cargadas de Chi y, probablemente; piel, tendones, ligamentos y huesos se volverán resistentes como el hierro, sin que exteriormente se diferencien de los de una persona normal…”

         El uso de los linimentos, llamados en el idioma cantonés, Dit da jow, es fundamental.

         Es absolutamente desaconsejable practicar las técnicas de “Mano de hierro” sin utilizar antes, durante y al término de cada sesión de entrenamiento, líquidos especiales, preparados según recetas basadas en la tradición milenaria de la medicina china.

         Estudiando las diferentes combinaciones de hierbas, los maestros, que eran también médicos y herboristas, elaboraron potentes fórmulas que cada escuela de kung fu custodiaba celosamente y que caracterizaban a la misma escuela.

         Para comprender cómo actuaba el Dit da jow (literalmente: “vino para golpear el hierro”), es necesario conocer qué pasa en nuestro cuerpo cuando nos ocasionamos un hematoma. El Wei Chi, es la energía defensiva situada entre la piel y el estrato adiposo aislante del tejido subcutáneo. Es el Wei Chi el que nos protege del 90 por ciento de los traumas externos; y es precisamente esta energía protectora la que los practicantes de Chi Kung intentan desarrollar, a través de particulares ejercicios respiratorios, con el fin de crear una especie de “coraza energética” que proteja sus cuerpos de los traumas más violentos. 

         Cuando los capilares o las venas pequeñas se rompen, la sangre sale, invadiendo los tejidos circundantes, y se estanca formando el hematoma. La medicina china considera los hematomas como peligrosas “brechas” en el estrato protector del Wei Chi, a través de los cuales pueden penetrar al interior del cuerpo las llamadas “influencias perniciosas”, produciendo serios daños en todo el organismo.

         Las principales funciones del Dit da jow son las siguientes:

  • Remover el estancamiento de sangre y de Chi, favoreciendo la circulación de ambos. Según la medicina china, la sangre nutre y mantiene el Chi y el Chi gobierna y controla la sangre. La vieja máxima: “Cuando el Chi se mueve, la sangre circula; cuando la sangre se mueve el Chi circula”, quiere decir que Chi y sangre son indisolubles y circulan juntos, utilizando respectivamente, los vasos sanguíneos y los meridianos.
  • Tonificar la sangre, de modo que se restablezca el equilibrio de sus componentes.
  • Tonificar el Chi corrigiendo el volumen del flujo.
  • Reducir el dolor provocado por los repetidos golpes, disminuyendo las tensiones y los espasmos musculares involuntarios.

Quien quiera practicar el arte de la “mano de hierro, dedos de acero”, deberá estar absolutamente seguro de que el linimento no le falta; en caso contrario se podrá producir graves daños irreparables. En el caso de no encontrar un Dit da jow que tenga las garantías, será mejor abandonar los entrenamientos.

El sistema de entrenamiento descrito en el libro de Bohidharma, que ha sido adoptado por los monjes del monasterio Shaolin consistía en el siguiente procedimiento denominado directo:

  • Las manos se hunden verticalmente en un recipiente que contenga la misma cantidad de alubias secas verdes y negras, como se describió anteriormente, luego se cierran para apretar el contenido y, después de haberlas sacado, se golpea en diversos modos (con el dorso, la palma y el borde) la superficie de las alubias. El entrenamiento se desarrolla tres veces al día: por la mañana, a mediodía y al atardecer, haciendo abundante uso de los líquidos medicinales. Con el progreso de la práctica se sustituyen, poco a poco, las alubias por bolitas de hierro finas hasta llegar, después de varios años de entrenamiento cotidiano, a utilizar solamente bolas de hierro.
  • En el sistema indirecto, las manos no están en contacto directo con las alubias, sino que golpean la robusta tela que las envuelve en una especie de cojín. Para el resto de la progresión se realiza el mismo procedimiento que en el método directo.

Los maestros del pasado, por tradición, entrenaban sólo la mano izquierda (los zurdos la derecha) para evitar usarla sin verdadera intención provocando inadvertidamente serios daños. Algunas escuelas extendieron el acondicionamiento al cuerpo entero, creando así el arte del “traje de hierro”, que debían proteger a los practicantes de las armas de corte y del Dim Mak. 

Bodhi- drama: en sánscrito, significa encarnación humana de “El despertar” (Bodhi) y de “La ley” (Drama).

Wei Chi (energía defensiva), es la energía que circula durante el día en el tejido subcutáneo, fuera de los meridianos, mientras que por la noche penetra en los tejidos más profundos del cuerpo. Sirve para defender el organismo de las agresiones externas y controla la termorregulación.                                                                                                               

  EL ÁRBOL

       Un día, Agena fue a visitar a su amigo Tengan Matsu. Tengan, sabía que su amigo había desarrollado una enorme fuerza en las manos que todos decían que eran casi sobrenaturales. Como todo buen okinawense, después de beber dos vasos de sake (vino de arroz), le propuso un reto:

“Agena, te hago una apuesta. Te reto a ver quién es capaz de arrancar más corteza de ese árbol. La apuesta será de seis kilos de carne.  ¿Qué me contestas?”

      “Olvídalo”, replicó Agena sonriendo. “Sigue bebiendo. Es un reto tonto.”

                          “Voy en serio”, insistió Tengan. “Pero hay una condición. Yo usaré mi cincel de hierro y tú las manos. Después de todo, tú eres el hombre de manos de hierro y dedos de acero.” Este amigo estaba celoso de las habilidades que se le atribuían a su amigo y quería rebajarle un poco, como hacen todos los envidiosos, para así él ser más. Estaba seguro de que Agena rechazaría la apuesta.

      Agena, al darse cuenta de las intenciones burlescas de su amigo, se levantó de un salto y dijo: “Prepara el dinero para comprar seis kilos de carne.” Se fue directo al pino y esperó a que llegara Tengan con su cincel.

      Su amigo, mientras tanto llamó al alcalde del pueblo como testigo y juez. Otras personas pronto oyeron el reto y en menos de cinco minutos todo el pueblo estaba allí, expectante, alrededor del árbol y haciendo apuestas.

      “Agena, estará borracho. No comprendo cómo ha aceptado este reto. ¿Cómo va a vencer a mi cincel de hierro?”, le decía al alcalde Tengan.

      Se colocaron uno a cada lado del enorme árbol y, a la de tres, Agena comenzó a golpear la dura corteza del árbol con sus puños. Con cada golpe, la corteza se iba ablandando y cuando parecía estar astillada, introdujo los dedos por dentro y de un tirón arrancó limpiamente una tira de dos palmos de ancha y dos metros de alta. Mientras tanto, Tengan apenas había arrancado un tercio de lo que había hecho su amigo. Habían pasado dos minutos. Entonces, dijo Agena: “Creo que no hace falta que matemos al árbol.”

      Tengan, bajó el cincel y fue declarado perdedor por el alcalde. Nadie podía comprender como se podía hacer una cosa así solamente con las manos. Agena, tuvo carne para varias semanas, y el pobre árbol allí quedó, medio desnudo, para que nosotros cien años después todavía podamos verlo y quedar mudos de admiración por aquel pequeño hombre que hizo tan grande hazaña solo con sus dedos.

      Otras muchas hazañas adornaron la vida de Agena, y de entre todas ellas, vamos a relatar una que realmente fue notable.

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      LOS TONELES

                      Después de la partida de su maestro chino Sun Li, Agena continuó con su gran interés por las artes marciales por eso hacía frecuentes viajes desde su pueblo Gushikawa a la ciudad de Shuri. En ésta ciudad residía el gran maestro Matsumura, del que aprendió la técnica del tomari- no karate okinawense.

          Mientras regresaban andando desde la ciudad, Agena y su derrotado amigo Tengan, decidieron coger un atajo que no era habitual. Llegaron a un recodo del río en el que se oían fuertes golpes de martillo.

          Se acercaron movidos por la curiosidad y encontraron una fábrica de toneles de bambú de los que se usan para fermentar el sake (vino de arroz), y también encurtidos de verduras con sal y aceite de soja. Las tiras de bambú se doblan con máquinas para engastarlas y después se las abraza con tiras metálicas que se juntan con pernos.

 Gushikawa, tenía fama de ser un pueblo en el que todo lo que se hacía era de primera calidad de lo que estaban muy orgullosos sus ciudadanos. Por eso Tenga, siempre dispuesto a hacer bromas, se dirigió al maestro tonelero y le dijo:

“Por aquí veo que usáis kama (hoz) para cortar el bambú. Nosotros, en Gushikawa, nunca usamos kama.”

El tonelero del pueblo de Katabaru, que estaba trabajando sentado delante de la puerta de su negocio cortando bambú con una kama, paró su trabajo y miró al joven sorprendido por la insolencia.

Tenga continuó: “En Gushikawa nosotros usamos las manos. La kama sólo la utilizamos para hacer los trabajos de precisión como redondear los filos. Nada más.”

El tonelero empezaba a mostrarse irritado. Se daba cuenta de los movimientos y palabras estratégicas que estaba utilizando el joven con una finalidad que no llegaba a entender, así es que decidió entrar en acción y dijo:

“¡Eh, tú!, gritó el tonelero, si haces lo que dices delante de mí, te daré 50 yen, pero si no lo consigues, ¿qué me darás tu a mí?”

“No tenemos dinero”, contestó Tengan, “pero te diré lo que haremos. Si fallamos te damos nuestras ropas.”

“Bueno, vuestras ropas no valen 50 yen, pero me vale la apuesta para reírme de vosotros”.

 Como ya os he contado en otras ocasiones, los okinawenses son famosos por apostar por todo lo cual les hace muy felices.

“¿Ves ese chico pequeño de allí?”, dijo Tengan apuntando a Agena que era bajito. “Ese es el mas débil y con menos experiencia de todo el pueblo de Gushikawa, le diremos que lo haga él, si no te importa.”

El buen hombre encogió los hombros con indiferencia.

“¿El chico?  ¿Por qué él?, no es más que un alfiler.” Pero acabó por aceptar con un movimiento de cabeza y entró a la tienda. Mientras tanto, Agena hacía gestos desaprobatorios con la cabeza. Se sentía ridículo y abusado por su amigo que era conocido por ser muy bromista. 

Tengan, aprovechó para susurrar al oído de Agena: “Sólo por está vez, te prometo que no te meto en otro lío nunca más.”

El tonelero, salió de la tienda con un palo de bambú de 7 centímetros de diámetro. Esta gramínea proveniente de la India era de gran utilidad por aquellos tiempos. Sus cañas, aunque muy ligeras, son muy resistentes y se empleaban en la construcción de casas y en la fabricación de muebles, armas, instrumentos, vasijas y otros objetos. También las hojas se utilizaban para envolver las cajas de té que venían de China; de la corteza se extraía pulpa en las fábricas de papel; los nudos proporcionan una especie de azúcar, y los brotes tiernos son comestibles. En aquel sitio hacían toneles. Esta es una planta muy querida y venerada en todo el Oriente.

Agena, sin pensárselo dos veces, cogió la preciosa y brillante caña con una mano y apretándola la reventó produciendo un gran chasquido al mismo tiempo que preguntaba: “¿Cuántas piezas quiere?”

“Cinnnnco”, contestó el tonelero atónito.  Entonces, sólo con los dedos abrió la caña en cinco tiras delante de los ojos del boquiabierto tonelero.

“Nunca había visto antes una proeza de fuerza semejante.” Dijo el tonelero; “¿qué podrán hacer con sus manos los hombres más fuertes de Gushikawa?”

Tenga y Agena, se guiñaron el ojo y se marcharon con 50 yen en el bolsillo…Así, era la gente en Okinawa a finales del siglo XIX.

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DIEZ DEDOS

Por aquel entonces las casas no disponían de agua corriente por lo que la gente se aseaba en casas destinadas a baños públicos. Todos aquellos baños ya han desaparecido, pero todavía en la actualidad se preserva uno en el pueblo de Gushikawa, para recordar un acontecimiento que llevó a cabo nuestro amigo Agena, un héroe local.

            Agena tenía la costumbre de bañarse todas las tardes después de su entrenamiento. Estos baños estaban construidos con madera de roble y no eran horizontales, como los europeos, sino verticales, lo cual permitía una perfecta movilidad a los usuarios. Los baños se realizaban siguiendo auténticos rituales cumpliendo una función social muy importante.

  El cuidador de la instalación era el primo de su amigo Tenga. Se llamaba Tenga Matsu y no sabía su edad, pero las canas que moteaban su cabeza demostraban que ya había entrado en la ancianidad.  Era un humilde trabajador cuya única finalidad era mantener limpios los tubos de baño y que funcionasen bien los fogones para calentar las calderas de agua. Era un auténtico maestro en aquel sencillo trabajo, el cual había realizado sin faltar ni un solo día durante los últimos cincuenta años. Gozaba de gran aprecio por parte de todos los parroquianos, aunque era pobre por su economía. 

Mientras Agena se bañaba, realizaba movimientos de karate dentro del baño vertical, lo cual intrigaba mucho al sencillo Matsu. Éste espiaba para ver si podía aprender algún secreto de su cliente, pues Agena era muy reservado en todo lo relacionado con las artes marciales, pero no había tenido éxito hasta entonces. 

Una fría tarde de invierno, mientras Agena se bañaba, Matsu se aproximó con humildad y le dijo:

“Nunca he tenido el placer de ver una técnica secreta de un maestro de karate. Por favor, enséñame una. Soy un hombre viejo, y antes de morir me gustaría muchísimo ver una de tus técnicas secretas por lo menos una vez.”

      Agena, estaba de buen humor esa tarde, así es que sonrió, se levantó y dijo:

“¡Mira bien, Matsu!” Golpeó entonces con la velocidad de un rayo la mampara que separaba la sección masculina de la femenina con ambas manos y…se volvió a sentar tranquilamente.

Matsu, esperó un momento, se frotó los ojos y dijo; “No veo ningún secreto. ¿Cuál es el secreto?”

“Mira la mampara. Ahí está mi secreto, si lo quieres llamar un secreto.” Se introdujo nuevamente en el tubo y continuó con su baño como si nada hubiera pasado.

Matsu, miró la mampara esta vez con más detenimiento. Sus ojos, de repente, se abrieron de par en par: ¡Había diez orificios redondos! Los dedos de Agena, habían penetrado la mampara de tres centímetros de grosor de lado a lado, permitiendo ver a través de ellos la luz de la habitación contigua.

Agena, había realizado ese movimiento con tanta velocidad que el viejo creyó que solo era un movimiento preparatorio para otra acción posterior.

Tengan Matsu, no podía cerrar la boca de su asombro. Y así estaba cuando vino a protestar una mujer que se bañaba en la cabina contigua.   Gritaba, enfadada: “¡Diez agujeros redondos han aparecido de repente, como una explosión en la pared! ¡Me pueden ver desde el lado de los hombres!”

Matsu, no pudo mantener la boca cerrada y lo comunicó a todo el mundo. Como no le creían, la gente comenzó a visitar con curiosidad los baños, lo cual resultó ser muy rentable para el dueño del negocio donde trabajaba el pobre Tengan.

La historia llegó hasta todos los rincones de Okinawa. Llegaron gentes de toda la isla, juntándose por igual escépticos y fanáticos. El jefe, que no era tonto, aprovechó la oportunidad para subir los precios de los servicios y Matsu pidió aumento de sueldo. Mientras éste hacía de cicerón, contaba historias aumentadas y engalanadas que ensalzaban las virtudes de Agena. Al poco tiempo la visita a estos baños se transformó en algo casi oficial. La fama del pequeño hombre de “manos de hierro y dedos de acero” recorrió todo el país y hasta los columnistas de los periódicos escribieron artículos acerca de él.

La popularidad se extendió tanto que vino un acreditado sensei (maestro de karate) llamado Itokaze con sus alumnos para enseñarles lo que el buen entrenamiento puede conseguir. El sensei dijo solemnemente: “Sólo un meijin (maestro de maestros)puede hacer esto.”

Al ser preguntado un día Agena acerca de la técnica que utilizó para llevar a cabo semejante proeza, contestó:

“¿Qué dice Vd., que hice yo?”

Para él aquello sólo fue un “aquí y ahora”. Quedó en el pasado y ninguna vanagloria producida por este episodio alimentó nunca su ego. El recuerdo del pasado sólo trae melancolía o vanidad, la expectación hacia el futuro, ansiedad, en ambos casos el auténtico buscador pierde siempre, por eso Agena, siempre enseñó la filosofía de su maestro:

“Vive solo el presente, que es lo único que existe, lo demás son fantasías.”

Naturalmente, las mujeres nunca quedaron contentas con aquellos diez boquetes que atentaban contra su intimidad y colocaron un tupido velo del lado femenino. ¡Cosas de hombres!, decían con resignación.

Pero los taladros siguen allí cien años después, y podéis ir a visitarlos cuando un tour turístico os lleve algún día a Okinawa.  Allí siguen los baños y los diez boquetes, como si se tratara de un monumento nacional dedicado al karate.

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LA SEQUÍA

            Posiblemente, el acontecimiento más notable que protagonizó Agena fue cuando se sufrió la sequía del año 1920.

          La larga ausencia de lluvias provocó la necesidad de almacenar agua en barriles de madera. Entonces un problema se presentó: los barriles eran viejos y las abrazaderas se habían aflojado, por lo que el agua se estaba saliendo a chorros.

          Cuando esta noticia llegó al alcalde del pueblo, éste intentó por todos los medios arreglar la situación, sin éxito.

          En el pueblo de Gushikawa no tenían las herramientas adecuadas para solventar el problema, y se tardaría más de un día para traer a un experto con sus tenazas especiales desde el pueblo de Katabaru, donde estaban las fábricas de toneles.

          El alcalde hizo sonar la campana de alerta para llamar urgentemente a todos los vecinos. Estos llegaron corriendo y se congregaron en la plaza del pueblo. En situaciones de emergencia, los okinawenses siempre trabajaban en equipo; lo que le pasaba a uno, les pasaba a todos.

          “He recibido la noticia de que la mayoría de los toneles están flojos y se está saliendo el agua. Antes de que lleguen los toneleros la mayor parte del liquido se habrá perdido.  Estamos en una grave crisis. ¿Alguna sugerencia?”

          “¡Llamemos a Agena!, vive aquí cerca. No necesitamos a un tonelero. Él nos ayudará!,” dijo alguien entre la multitud.

          En menos de diez minutos, allí estaba Agena apretando las cintas de hierro con los dedos, apretando los pasadores, mientras martilleaba con sus puños los bordes de los toneles utilizando el puño en forma de martillo (tetsui).

          Todos quedaron sorprendidos a pesar de que ya conocían bien las hazañas de aquella pequeña persona.

 Este episodio todavía se mantiene en el recuerdo de las leyendas okinawenses y representó otro germen que alimentó muchas escuelas de karate posteriores: como la rama shorin-ryu . En esta escuela se enseña a golpear con la punta de los dedos de los pies y de las manos. Soy testigo de haber visto a mi amigo Ricardo Simini, gran experto en esta técnica, romper con la punta de sus dedos tsumasaki dos tablas de tres centímetros de grosor. De alguna manera, el espíritu del pequeño Agena llegó hasta él.

Hay otros muchos episodios acerca de Agena y sus dedos de acero, pero también es notorio que no hay ninguna referencia en la que se describa que haya hecho daño a ningún ser humano. Incluso en situaciones de defensa personal, tenía la habilidad de evitar el problema sin destruir a nadie.

Murió en el año 1924 a los 54 años de edad.

 No dejó escuela o sistema de entrenamiento alguno, pero por ser discípulo del gran maestro Matsumura y por la gran cantidad de anécdotas que dieron color a su vida, merece entrar en el keizu (genealogía) del tomari-no- karate de Okinawa al lado de los grandes maestros, como Motobu Choki,  Kyan Chotoku,  Yamazato Kiki, entre otros. La humildad fue siempre la norma de su vida.

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“COMO UNA ROCA SÓLIDA NO ES MOVIDA POR EL VIENTO, ASÍ EL SABIO NO SE AGITA POR EL ELOGIO O LA CENSURA.”